La pesadilla de la guerra

Autor: Henry Horacio Chaves
8 noviembre de 2019 - 12:00 AM

Las revelaciones de esta semana sobre los menores muertos en un bombardeo del ejército a la disidencia de las Farc reafirman que la única manera en que no los niños no mueran en la guerra es que no hay guerra. 

Medellín

Henry Horacio Chaves

No es la primera vez y, con el dolor en alma, supongo que tampoco será la última. De nuevo la agenda informativa se ocupa de menores de edad muertos, esta vez por acción del ejército, mientras llama a la solidaridad a no olvidar y a conocer la verdad de los hechos. Sin embargo, será tema de análisis y rechazo mientras otra tragedia ocupa el primer renglón informativo de un país acostumbrado a mirar para otro lado y a contar historias truncadas, vidas cegadas.

Lo único que garantiza que los niños no mueran en la guerra es que no haya guerra. Pero esa opción parece siempre esquiva entre nosotros. La indignación nos alcanza para mirar con nostalgia las multitudinarias marchas en otros países, así no entendamos bien cuál es su motor, pero no para rechazar los cientos de jóvenes, muchos de ellos niños, asesinados en un entorno como el nuestro antes de conocer la esperanza. Peor aún, desde el lenguaje con frecuencia avalamos los crímenes que nos deberían avergonzar.

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Hablamos de un bombardeo del ejército en San Vicente del Caguán en Caquetá, el 29 de agosto pasado, que el gobierno presentó como una exitosa operación “precisa y calculada” contra disidentes de las Farc. Entonces, el presidente y su ministro sacaron pecho y elevaron la voz para hacernos creer que íbamos ganando la guerra. Pero esa pesadilla no termina. Cuando se adelantaba el debate de moción de censura contra el ministro Guillermo Botero, el senador Roy Barreras reveló que los muertos en ese bombardeo eran niños, habló de 7 menores, aunque ahora la Fiscalía que guardó silencio durante más de dos meses admite que “Hasta ahora se han identificado 15 cuerpos (8 menores de edad y 7 adultos), y 2 más permanecen sin identificar”.

8 menores, entre ellos una niña de 12 años a la que le fallamos como sociedad, no fuimos capaces de protegerla. Como ocurre en estos casos, cuanto más se procura aclarar la situación más se oscurece. El ministro que en principio habló de una operación ejemplar, hecha “con toda rigurosidad”, admitió luego que no sabían de la presencia de menores en el campamento bombardeado y responsabilizó a los disidentes de haberlos reclutado y puesto en peligro. Está claro que los menores son víctimas de un actor y del otro. No debieron estar en ese paraje ni haberles negado las oportunidades, pero el ejército, la inteligencia militar, no pueden escabullir su responsabilidad porque a las claras ni perfecta, ni calculada, la operación militar fue desproporcionada, improvisada y contraria a las normas del Derecho Internacional Humanitario.

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Insistamos: que los actores ilegales violen el derecho internacional reclutando a menores, abusando de ellos, los convierte en víctimas no en el enemigo. Por tanto, no pueden las fuerzas del Estado, violar principios como el de distinción, proporcionalidad o necesidad. En el afán por presentar resultados exitosos no se puede poner en riesgo a la población más vulnerable, ese camino de dolor y sangre ya lo recorrimos y sus heridas siguen abiertas.

Y como dijimos, no es la primera vez. También ocurrió en Pueblo Rico, suroeste antioqueño, el 15 de agosto de 2000, cuando un batallón de la Cuarta Brigada dio muerte a seis niños de la escuela “La Pica” que adelantaban una caminata ecológica a una finca. En principio iban a ser presentados como guerrilleros, luego como mezclados con integrantes del ELN, hasta que el valiente concejal Hernando Higuita, testigo de la matanza, acusó a los integrantes del Batallón Pedro Nel Ospina de haber disparado directamente contra el grupo de niños. No hubo combate como se anunció, ni acción heroica alguna.

Y el 15 de noviembre de 1992 fueron agentes encubiertos de la policía quienes dispararon contra nueve muchachos del grupo juvenil de la Iglesia de Villatina en el oriente de Medellín. En esa oportunidad la excusa fue la guerra contra Pablo Escobar y su cartel, pero las víctimas nuevamente fueron los menores a quienes las autoridades deberían proteger de manera preferencial. Y ha ocurrido otras veces y pasa a diario cuando las organizaciones criminales los vuelven objetivos y los atrapan para la guerra.

Una pesadilla que animan muchos desde sus escritorios o desde la comodidad de un sofá, que alimentan con la idea de borrar al enemigo, en lugar de discutir las diferencias y desde ellas construir una sociedad más abierta con el otro, pero radicalmente intolerante frente a la muerte, como debería ser.

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