La pesadilla de la casa tomada

Autor: Reinaldo Spitaletta
11 mayo de 2020 - 12:09 AM

Casa tomada es un cuento con un excelente manejo del suspense, pero, a su vez, de la vida interior

Medellín

La casa, la singular y la diversa, que tanto ayer como hoy se tornó refugio para evitar la peste, ha sido materia de ficciones y otros muchos enfoques estéticos. La literatura, ese otro asilo en tiempos pandémicos, la ha tenido en sus afectos, vista desde distintas alturas, balcones y minaretes, o, incluso, desde las honduras de las alcantarillas y el desamparo de los “sin-casa”. Y ha habido casas de cristal, de tela gruesa como las de los gitanos, de tapias y bahareques y ladrillos y de materiales indefinidos. La casa, que a veces puede ser solo una pieza de conventillo o el salón de un burdel, es un complejo elemento que se ha paseado por distintas avenidas artísticas.

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Y así como se puede encontrar en aquella que quedará borrada por el tiempo y la destrucción cataclísmica en Cien años de soledad, estarán desde otra perspectiva las casas de Faulkner y la decadencia de los aristócratas del sur profundo de los Estados Unidos. Casas en ruinas, como la Usher, y casas en donde se pueden esconder las sangres de los trabajadores bananeros, como la de Cepeda Samudio. Y, bueno, ni hacer catálogos de la casa en canciones, en lienzos, en obras teatrales, en poemas… Pueden estar las sombras del castillo medieval y las casas rodantes, las carencias de la villa tugurial y las comodidades de mansiones californianas.

Y estas consideraciones preliminares para decir que el cuento Casa tomada, de Julio Cortázar, quizá de los primeros que él publicó, por allá en 1946 y gracias a los buenos oficios de Borges en la revista Anales de Buenos Aires, es uno de los más representativos acerca de esa construcción doméstica, símbolo de la protección y el abrigo, de la familia y el recogimiento interior. Se dice que, tras una pesadilla, en tiempos del verano del 45, Cortázar se levantó agitado y escribió de un tirón este cuento maestro, lleno de insinuaciones, pero, a la vez, revestido de un tono trágico y fantasmal.

Un cuento (y, por extensión, cualquier obra artística) cuando está bien concebido y realizado, produce interpretaciones a granel. Es polisémico. Y, según cada lector, se le pueden atribuir distintas posibilidades hermenéuticas, darle uno u otro significado. Es la gracia del arte. O, al menos, una de sus cualidades. Y Casa tomada, que el mismo autor dijo en varias entrevistas que nació de un sueño intranquilo, en el que él era desplazado por alguien indeterminado por las distintas habitaciones de una casa hasta arrojarlo a la calle, es un cuento abierto, que posibilita diversos puntos de vista en sus formas exegéticas de acercarse a él.

Cortázar decía que, en su pesadilla, había algo espantoso, tal vez una sombra, alguien indefinido, pero de cuya presencia él, el soñante, se daba cuenta. Y lo empujaba por la fuerza del miedo hacia afuera, mientras el huyente, a lo mejor acosado por el desespero, intentaba ponerle trampas, barricadas, estorbos. Es el origen de la emoción que, después, tendrá una forma literaria, una situación en la que la intensidad va creciendo en la medida en que, presencias sin identificar, se van apoderando de los espacios familiares.

El cuento, de menos de dos mil palabras, ofrece una visión tranquila al principio, de dos hermanos que, ya con cierta edad, es decir, no son jóvenes, habitan una inmensa casa de sus ancestros, donde medraron sus bisabuelos, su abuelo paterno, sus padres y ahora ellos, solitarios y solteros, dedicados el hombre a la lectura de literatura francesa, y ella, Irene, “una chica nacida para no molestar a nadie”, a tejer en un sofá de su dormitorio. Pero la pesadilla de dos seres despiertos vendrá. Y sin saberse de qué funesta presencia se trata, sentirán que están siendo desplazados en aquel interior amplio, de pasillos y zaguanes, de livings y patios, de puertas pesadas y dormitorios que se comunican entre ellos. Cortázar logró construir un ambiente en que se destaca una arquitectura añeja, de caserones que ya no volverán, de casas con historias familiares largas. Y, para enfatizar más el drama, de una familia que ya está a punto de desaparecer, como si fueran los últimos mohicanos.

Casa tomada es un cuento con un excelente manejo del suspense, pero, a su vez, de la vida interior. Sucede todo hacia adentro, aunque se sabe que hay una ciudad, que el hombre va al centro a comprarle a su hermana las lanas para los tejidos, que un lado de la casa da a la calle Rodríguez Peña. Lo esencial en todo caso sucede en el interior, que puede ser el de una cómoda de alcanfor o el de una cocina, una biblioteca, un baño. La casa está ahí, con su arquitectura y su cobijo, pero el afuera está sugerido. Hay, claro, una sensación de encierro, de retiro, de dejar pasar los días, cuando el destino de los dos habitantes, los dos hermanos, está definido en apariencia.

Los ingredientes de la tensión se van dando por una presencia indeterminada, una invasión, una suerte de fantasmagórica gente que apenas se presiente a través de ruidos, de golpes de puertas, de una situación que no tiene remedio y que es irreversible. Irene y el narrador, su hermano, se dan cuenta que es inútil resistir o averiguar más allá de una puerta que también se abrirá sin saber quién la abre. La tragedia está en que, ambos, ella y él, van dejando atrás una historia, unos afectos, unas raíces. Se les va reduciendo el mundo doméstico, el viejo mundo de una casa que es su patrimonio de memorias.

Y él se va quedando sin sus libros franceses y ella sin una botellita de una famosa bebida porteña, la Hesperidina, mixtura de naranjas amargas, agrias y dulces, que también se utilizaba como mezclador de tragos y cocteles. En la pareja fraterna va creciendo la conciencia del despojo, de la expulsión, y ante una fuerza desconocida que se va apoderando de todo, les queda sino la aceptación del fracaso, de la derrota. La resignación, que es como postrarse sin luchar, rendirse ante lo inevitable sin ofrecer al menos un conato de defensa, de oposición.

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Es un cuento lleno de símbolos, que pueden ir desde la decadencia y el surgimiento de nuevos protagonistas de la historia, hasta la caída sin retorno en lo desconocido. Hay, en el adentro, una nueva hostilidad, y en el afuera un mundo que no ofrece ninguna certidumbre. ¿Quién es el invasor? Es la vida cómoda que se va, es el fin de un tiempo, es el nacimiento de otro, muy distinto y en el que no hay cabida para los que lo tuvieron todo y ya es hora de que se queden sin nada, sin historia, sin pasado, sin futuro. Apenas con un presente en el que, como pudiera acontecer en un episodio bíblico, es mejor que, en su fuga, no miren atrás. La pesadilla puede que continúe fuera de la casa tomada, la misma en que una desconocida peste se ha quedado a vivir para apagar las viejas canciones de cuna y abrir y cerrar una pesada puerta de roble. Tal vez a los dos hermanos que dejan atrás su historia los espere, en el afuera, un ominoso destino.

 

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