La pena de muerte existe en Colombia

Autor: Wilmar Martínez Márquez
14 febrero de 2020 - 12:00 AM

En los primeros tres gobiernos, luego de expedida la Constitución, se mostró  un tipo de  Estado de derecho que abrazara la vida, la justicia y la diferencia.

Medellín

Aunque la Constitución prohíbe la pena de muerte en el país, es innegable que ésta es avalada consuetudinariamente por una parte de la sociedad. Aquí, como en muchos otros casos, existe una fractura grave entre el reino de la ley y las costumbres. Esta condición es producto de un revés cultural y axiológico -de valores- que sufrió el país hace ya casi veinte años. En efecto, con el proyecto democrático, liberal y garantista de la Constitución de 1991, se gestó una pedagogía que buscaba erradicar viejos imaginarios autoritarios, violentos y excluyentes cuya reedición se gestó con el fenómeno del narcotráfico. La sociedad colombiana de entonces se encontró frente a dos concepciones culturales: una que validaba todos los medios para la consecución de cualquier fin, que rechazaba la diferencia como producto de una desviación o decadencia moral  y política, y que postulaba la propiedad privada como valor sagrado y absoluto. Otra, que hacía de la vida el valor superior, que establecía la justicia en los medios como condición necesaria para pretender un fin y que celebraba la diferencia  como un requisito necesario para una democracia fuerte y una vida humana plena.

Frente a estos paradigmas morales, como los podría llamar el filósofo inglés Isaiah Berlin, buena parte del Estado y no todo, como aparato complejo que es, hizo del segundo su programa. Este fue mayoritariamente recibido por la sociedad que empezó a transmutar y reprobar prácticas que desconocían un trato digno para aquellos que la conformaban. Gran parte de la misma aceptó felizmente el cambio, y otros que no lo aprobaban pero sabían de la fuerza que contenía, simplemente callaron prudentemente ante su eventual éxito.  Simultáneamente a ello, un sector minoritario dentro del Estado siguió atado al primer paradigma. La escalada de la confrontación violenta de los grupos  guerrilleros -que desestimaron el potencial transformador de la Constitución-, justificaban según aquellos su postura. Así mismo, sectores radicales de la derecha colombiana, apoyados en esas minorías del Estado, orquestaron una guerra a muerte contra todo lo que amenazaba la pervivencia de sus valores: propiedad y homogeneidad política y social. Así, la sociedad colombiana avanzaba hacia una condición pluralista y garantista, mientras que al margen de ello un proyecto excluyente y autoritario que venía de décadas atrás, medraba.

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En los primeros tres gobiernos, luego de expedida la Constitución, se mostró  un tipo de  Estado de derecho que abrazara la vida, la justicia y la diferencia. A pesar de la barbarie de la guerra, se hacían esfuerzos por terminarla de la manera más rápida posible y con el menor costo en sufrimiento. Los votos de esa sociedad en proceso de trasformación validaron esa tarea. Por desgracia, el comportamiento obtuso de las guerrillas no logró dimensionar las oportunidades del momento. Con ello, llegó al poder el cuarto jefe de Estado en la vigencia de la nueva Constitución. Con él se presentó una ruptura en el proyecto pluralista en desarrollo. Durante esta presidencia adquirieron nuevamente legitimidad los valores de la homogeneidad política y moral, la defensa acérrima de la propiedad y de ciertas jerarquías sociales.

En este contexto, los sectores de la sociedad que habían callado ante el primer modelo, vieron validadas sus posturas, así como aquellos que siempre lo criticaron. Las consecuencias han sido nefastas: si la sociedad se concibe como algo homogéneo, si la diferencia es sinónimo del error o la bajeza moral, hay personas que sobran, que son prescindibles pues la degradan y por ello son sus enemigos. A su vez, si la propiedad es lo más sagrado, no importa los medios que se utilicen en su defensa, ni los valores que se pasen por alto para ello, incluido la vida.  Si el dilema es la defensa de la propiedad o el respeto de la vida, lo más sagrado se impone. Desde el 2002 estos razonamientos han venido ganando cada vez más adeptos en la sociedad y lo más desastroso de ello es que hay sectores y personas que no dudan en llevarlos a la práctica. El exterminio del que “contamina” lo que somos, de “las plagas” de la sociedad, están plenamente avalados. Así mismo, los de los que desafían la homogeneidad política y moral. La pena de muerte es válida para ciertos grupos en Colombia.

Escribía el novelista israelí Amos Oz que el peligro de los valores que uno defiende es que pueden terminar por volverlo fanático o adoptar posturas de este tipo. Cuando esto pasa caemos en una ceguera moral: como no dudamos de la legitimidad del valor que defendemos, somos indiferentes al dolor que podemos producir al hacerlo. Así pues, si el fanatismo es avalado desde el mismo Estado, no es fortuito que en la sociedad pululen conductas y personajes de este tipo. Más que crisis de valores, lo que padece Colombia desde hace unas décadas es la exacerbación de algunos de ellos que se vinculan a un modo de sociedad excluyente e indolente. Frente a la lógica del paradigma  de la Constitución de 1991 marcada por la moderación y el postulado de la convivencia, el paradigma de valores al que apelan sus contradictores está marcado por el fanatismo.

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