Regreso con una sensación amable, por haber sido refrescado por una brisa tenue y breve que evoca los mensajes verdaderamente importantes.
Por todas partes en la vida rutinaria de los seres humanos: ruidos, prisas, premuras, temores, afanes, presiones. Nos hemos tenido que habituar a congestiones de vehículos, a pagar algunos impuestos que no nos acaban de convencer, a ser convocados a reuniones cuyo contenido es cada vez más difícil de asimilar, a escuchar discursos incomprensibles: tráfago, bullicio, mezclas incoherentes de noticias que finalmente sólo generan desorientación, consejos no pedidos –sobre todos los temas- que vienen de las más pintorescas fuentes. Cualquier parroquiano se cree idóneo para emitir y recomendar sus opiniones sobre dietas y enfermedades, manejo de circunstancias personales y familiares, modos de vida. Aparecen gurúes en todas las esquinas, ellos atropellan al hombre de a pie con lo último en autoayuda; sus agendas son apretadas, altos los honorarios que reciben para embriagar con sus espectáculos retóricos a ansiosos espectadores buscadores de sentido. La actualidad política parece convertirse en una enumeración de expedientes judiciales, las vertiginosas notas sobre la vida personal de las gentes de la farándula o de los semidioses del deporte, hace que sean convertidos en habitantes -gloriosos y falsos- de un imaginario Olimpo contemporáneo. Muchos factores de confusión y ruido van en contra de la concentración en lo que es importante.
Por fortuna, a pesar de todo, entre nosotros aparece un entorno de silencio, viento suave y atmósfera propicia a la vida interior. Allí está, a los 2.000 metros de altura, el monasterio de Santa María de la Epifanía, en Guatapé. Olor a bosque y a pinos, un paisaje iluminado por el color morado y blanco de los sietecueros generosamente florecidos. A la memoria vienen unos escolios de Nicolás Gómez Dávila: “El ruido moderno ensordece el alma.” Y otro, complementario: “Oración, guerra, agricultura, son las ocupaciones viriles”.
Queriendo aislarme del ruido que ofende y aturde, busco a los monjes benedictinos, a aquellos seguidores de la regla de san Benito quienes desde hace quince siglos andan en la búsqueda de Dios. “Ora et labora”, “Lectio Divina”: oración, acogida, trabajo, entorno de recogimiento y silencio. Han venido a convertirse en estos años recientes en centrales nucleares de la espiritualidad en occidente, como lo recordaba un gran papa. Su aislamiento (monje, monachus, solitario) da la inicial impresión de no generar un impacto. Impresión equivocada e inicial. Por algo ha sido llamado san Benito de Nursia “padre de Occidente”. En los monasterios, allí están, varones prudentes, estudioso, trabajadores, amables. De modo diligente reciben a sus visitantes en la hospedería como parte de su carisma. Cada quien tendrá sus razones para hacerlo, pero somos muchos los que en algún momento tocamos a sus puertas; somos acogidos y nutridos con el observar y compartir –así sea brevemente- sus ordenados métodos de oración y reflexión, y su sobrio modo de vivir.
Hay bellos detalles en su práctica de la liturgia, por ejemplo, de modo destacado, en el canto de los salmos de acuerdo con el orden que desde hace siglos se ha propuesto: los coros elevan la plegaria y se contestan alternativamente en la bella forma musical denominada antífona: a los versos iniciales responde el otro coro, en un canto alternado lleno de solemnidad y devoción. Con el uso de los hábitos negros se evidencia el respeto a los inmemoriales usos: procesión, sitios y ratos de silencio, lectura en voz alta en la hora de la cena. Todo apunta a la “escucha atenta y admirada de la palabra de Dios”, la Lectio Divina. Hay una alegría profunda al apreciar la belleza formal y la riqueza de las metáforas presentes en los salmos, a la vez poesía mística e inmortal historia del pueblo judío.
Tras unos breves días de rutina benedictina es hora de regresar a este mundo, al del lado de acá, de las tribulaciones y afanes normales de la vida del común de los mortales. Regreso con una sensación amable, por haber sido refrescado por una brisa tenue y breve que evoca los mensajes verdaderamente importantes. De nuevo ingreso al mundo, con una recarga que impulsa a continuar este viaje recordando de modo contundente el fin metafísico de la existencia; a fin de cuenta, somos todos “homo viator”. Conviene a veces retornar a la formación de la conciencia, de la interioridad, de lo que sabemos que está allí pero no parece algunas veces tan evidente, la noción fundamental y los primeros principios del ser: la conciencia, la interioridad, la noción de ser alguien limitado y finito, siempre en busca de un motivo válido para seguir adelante y para cumplir metas. Al abandonar aquella amable casa de oración viene necesariamente a mi memoria otro escolio de Gómez Dávila: “Si no es de Dios que hablamos, no es sensato hablar de nada seriamente”.