La metamorfosis o el fracaso de vivir

Autor: Reinaldo Spitaletta
21 abril de 2019 - 08:04 PM

(De cómo la alienación por el trabajo puede ser muy peligrosa)

Medellín

Fue una revolución en la literatura. Tiene una entrada inolvidable, como la del Quijote, o la de la Odisea, o como la de la “selva oscura” de la Divina Comedia, como la de Moby DickEs, pese a todos los pronósticos, una narración realista, en la que la condición humana se rebaja (¿o quizá se alza?) hasta la categoría de un coleóptero en el que se convirtió un hombre que le tenía horror al trabajo y que era parasitado por su familia: una hermana, el padre y la madre, y a quien la oficina y su oficio, el de viajante comercial, no solo le alteraron la digestión sino la vida.

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“Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto”. Qué inicio. Ni el del Manifiesto de Marx y Engels le gana (“Un fantasma recorre a Europa: el fantasma del comunismo”). Es una revelación desoladora, contundente, un sujeto (¡ah!, a buen juicio es la corrosión del sujeto, su destrucción, su decadencia) que en su cuarto, en la cama, se da cuenta de pronto que se ha metamorfoseado en un insecto, quizá un escarabajo, con duro caparazón y solo atina a preguntarse, en apariencia sin desesperaciones, “¿qué me ha ocurrido?”.

En una pequeña habitación de una casa no muy grande se ha operado una transformación, en apariencia imposible, pero cierta: Gregorio está mutado en un monstruo, frente a una estampa con marco dorado que representa a una mujer tocada con un gorro de pieles (¿La venus de las pieles? ¿Algo que ver con Sacher-Masoch?) y envuelta en una estola también de pieles, y frente a la ventana en la cual puede ver el mundo nublado y escuchar las gotitas de lluvia que son como una música de la melancolía. En los tres primeros párrafos Kafka nos introduce en los coros de una tragedia. Pero no habrá tal. No es por el lado trágico que se desenvuelve La Metamorfosis, una novela corta (¿un cuento largo?) publicada en 1915.

Gregorio Samsa, en vez de estar gritando con desaforada angustia, o de mostrar signos de aterradora conmoción, después de darse cuenta de su irregular estado, lo primero que piensa —sin dramatismo— es en qué pasaría si siguiera durmiendo, y al enterarse de que no es posible, lo segundo que se le ocurre es dar un concepto, un juicio, sobre su trabajo: “¡Qué cansada es la profesión que he elegido!”. Y a partir de ahí estará la clave de la obra, su tránsito hacia las sombras definitivas, la invisibilización del monstruito que alteró la vida familiar de los Samsa y puso en vilo la estabilidad emocional y económica de Grete, el papá y la mamá, y, por qué no, de la criada.

Cómo se le ocurre a este individuo, tal vez por estar despatarrado haciendo pereza, amanecer transmutado en un insecto asqueroso. Cómo es que no va a salir de casa para irse al trabajo, como todos los días, y entonces va a perder el tren, y, quién sabe, si hasta el empleo por yacer en cama, sin poder mover con vigor y agilidad sus debiluchas patitas. Qué importa si las rutinas de un viajante tienen comidas malas, irregulares, a destiempo. Debería ir a trabajar. Y listo. Pero Gregorio, ya “insectificado” no puede y tampoco demuestra ningún remordimiento o pesadumbre por no ir: “¡Al diablo con todo!”, dice.

 

Las emociones de Gregorio Samsa

El pobre hombre (¿hombre?) va denotando sus angustias, pero no por su nueva y sorpresiva condición sino por el tiempo de trabajo, por lo que le tocó hacer para ganarse la vida. “Estoy atontado de tanto madrugar”, se dice y va dando puntadas sobre lo atribulado que es trabajar, tener un jefe, cumplir horarios, y todo para pagar deudas y malvivir. ¿Por qué Gregorio no se descompone por su inesperada forma? ¿Qué es lo que lo inhibe, por ejemplo, a maldecir su desfiguración, a llenarse de pánico ante su deformación súbita?

Es más. Sus iniciales preocupaciones están más hacia la necesidad del hambre. Y aquí viene lo que, en el ensayo Sobre la lectura, planteó Estanislao Zuleta. Hay que saber, o por le menos intuir, qué significa el alimento en Kafka, como pasa, digamos, en Un artista del hambre o en El artista del trapecio. Hay una serie de conjeturas o de símbolos que el lector puede avizorar e interpretar. Aunque más allá, en lo que podría suponerse una pesadilla, está la vida cotidiana, la que, en rigor, no se altera en lo fundamental con la mutación gregoriana, sin importar si el gerente de la empresa ha llegado a casa de su subordinado y, dentro del hogar, no hay una reacción terrífica en los miembros de la familia. Solo una preocupación por el qué pasará, más que con Gregorio, con ellos.

Gregorio quiere levantarse y desayunar. “No es bueno haraganear en la cama”, piensa. El tiempo, ineludible, sigue avanzando y él sabe que vendrá alguien del almacén. Lo que se va advirtiendo en la medida que la lectura corre, es que Gregorio es un enajenado por el trabajo. Solo piensa en ello y apenas tiene tiempo (no hay en él una concepción del ocio) para su pasatiempo de carpintería. El trabajo lo perturba. La metamorfosis es como una anticipación a lo que vendrá en los sistemas de producción en el que el hombre, el trabajador, se convierte en arandela, en una pieza dentro de un complejo montaje fabril, como lo mostrará, muchos años después, la película Tiempos modernos (1936), de Chaplin.

El hombre de mando que ha llegado a la casa de Gregorio, con zapatos de charol, solo está preocupado porque, con su visita intempestiva, está perdiendo tiempo. Gregorio, en su cuarto-prisión, no sale. Apenas pronuncia monosílabos y toda esta situación toma el aspecto de una melancólica pesadez para los que están afuera. El nuevo Gregorio se va adaptando a su mundo estrecho, limitado, a unas paredes, a un interior en el cual él es una circunstancia anormal. Y de pronto, se siente cómo se va animalizando.

Y en el entorno, padre, madre, hermana, van adaptando su existencia a la presencia increíble de un coleóptero humanoide en casa, al que, en principio, de alguna manera hay que alimentar. Y entonces le dan leche y sopa de pan blanco. No es ya un mamífero. Gregorio es otra cosa. Es, en primera instancia, un proveedor. Es quien ha salvado de la ruina a la familia, en particular al padre que se había quebrado cinco años antes. Así, en la primera parte, todavía Gregorio es una pieza clave para los otros. Después, todo cambiará y el mundo del metamorfoseado se irá extinguiendo. Pero para eso todavía falta. Y entre tanto, todavía hay en él representaciones y necesidades humanas.

Hay toda una alteración en casa. La criada, por ejemplo, en el primer día había rogado a la madre de Gregorio que la despidiese cuanto antes y, al marcharse, “juró solemnemente que no contaría nada a nadie”. El mundo familiar, pasado un mes de la metamorfosis, es otro. Hay una preocupación por el dinero, cómo se puede vivir sin él. Pero hay ahorros, producto del trabajo del hombre que ya va dejando de serlo y cada vez se hunde en una condición de soledad interior, de abandono, de culpa y a su vez de expiación por “pecados” no cometidos. Y en la medida en que el hombre-insecto decae, el padre asume el poder, ataca a manzanazos al hijo que ya no representa la protección, el cobijo, la estabilidad; la hermana va trastocando sus atenciones y cuidados para erigirse en antagonista de Gregorio. Es toda una transformación en las relaciones internas familiares.

La desintegración de esa célula tradicional de la sociedad, la familia, es otra de las variables que se mueven en la novela. Y del trabajador Gregorio, se pasa a los trabajadores padre e hija. Y el trabajo los distancia. Y es cuando aparecerán tres huéspedes o inquilinos, tres barbados —podría parecer más bien un caso insólito eso de alquilarles a tres personas un cuarto, vecino del monstruo— que son como una nueva conciencia de los espacios y la familiaridad. Esa súbita presencia quizá sea un recurso para darle a la novela un quiebre y ponerla en la recta final. Hay una inclinación hacia el dinero, hacia la posesión. Entre más se afianza la familia “sana” en un mundo desvirtuado por la metamorfosis de uno de sus miembros, más en el ostracismo va quedando Gregorio.

Tiempos Modernos, de Charles Chaplin

En el cine y con otras metáforas, Charles Chaplin también señala las nuevas formas de trabajo como dañinas para el hombre.

Y entonces comienza otro movimiento en esta especie de sonata triste que es la novela de Kafka. Hay que deshacerse del tipo que cada vez es menos Gregorio y más una cosa, un animal invasor, un estorbo. Un alienado. El trabajo lo deformó. Y lo atacó un hambre insaciable, un hambre que lo matará. “¡Cómo comen estos huéspedes! ¡Y yo, mientras, muriéndome de hambre!”. La de Gregorio era un hambre más allá de lo físico. La humanidad de este hombre transformado va quedando atrás. Su disolución como sujeto de razón, como ciudadano, como hijo y hermano, es trágica, pero no hay lugar para las lágrimas ni los lamentos.

Nabokov, en su lección sobre La metamorfosis, advirtió acerca del estilo del gran escritor checo y destacó su claridad, la precisión del tono, la capacidad para no quedarse en una pesadilla. “No hay metáforas poéticas que adornen esta historia en blanco y negro. La nitidez de su estilo subraya la riqueza tenebrosa de su fantasía. Contraste y unidad, estilo y sustancia, trama y forma, se encuentran, han alcanzado una cohesión perfecta” (Curso de Literatura Europea, Vladimir Nabokov)

Muchos críticos coinciden en afirmar que La metamorfosis es una de esas creaciones que marcan un antes y un después en la historia de la literatura. Una revolución. Es como la entrada del siglo XX en lo absurdo, en la destrucción del sujeto, en la negación del hombre. Gregorio representa a seres a los cuales el trabajo despersonifica, acosa y agrede. Es la proyección de la culpa (sin tenerla muchas veces), que se instala en el interior de los que ya han perdido toda esperanza y se han automatizado, rutinizado, vuelto pura monotonía. Se van vaciando, escurriendo, hasta extinguirse. Son especies de zombis. Del trabajo a la casa y viceversa, sin poder conquistar el ocio, el que permite meditar y cuestionar. Humanizarse.

En La Metamorfosis, el trabajo de Gregorio es una condena. Y tal vez la única manera de evadirla, o de purgar la pena de otra forma, es la transformación (como una especie de escape). Es convertirse en insecto, condición desde la cual tendrá también un punto de vista sobre la humanidad. Haberse despojado de lo humano para ser un coleóptero, puede ser una extraña manera de la libertad. O del suicidio. Hay una renuncia. Y una constancia.

Lo invitamos a leer: Una dramática reducción de pena

La metamorfosis —he ahí su paradoja— está llena de realismo. Y de una naturalidad que estremece. Así no más Gregorio Samsa sufrió un cambio radical. ¿Acaso los otros, en esencia, no fueron los auténticos insectos, o, desde otra perspectiva, los verdaderos parásitos de un ser cansado? El bicho, en realidad, no era Gregorio. Fue una víctima que se emancipó del trabajo de un modo absurdo: negándose a sí mismo. Como un huelguista del hambre. En el mundo de afuera, entre tanto, continuó la vida sin paisajes de los otros. El fracaso de vivir.

(Reseña para el seminario-taller de Literatura Europea Siglo XX)

 

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