Los 30 años de la muerte de Antonio Roldán nos deberían servir como impulso para revivir sus ideas y encontrar un camino de paz que nos haga una mejor sociedad.
En estos días nos hemos obligado a traer a la memoria nombres e historias de personas que tal vez deberían acompañarnos aún. Los 25 años del asesinato de Andrés Escobar o los 30 del magnicidio del entonces gobernador de Antioquia Antonio Roldán Betancur, nos devuelven a épocas no superadas del todo, en las que la vida tenía poco valor y la muerte asechaba en cualquier esquina.
Son heridas que no cicatrizan en una sociedad como la nuestra en la que cada día trae su afán, y con él su tragedia. Por eso el ejercicio de memoria es importante en tanto nos motiva a la reflexión y nos invita a la no repetición de momentos aciagos, de despedidas anticipadas y abruptas, de promesas incumplidas y sueños truncados. Sin embargo, esa memoria debería servir también de evaluación, como invitación a la pausa y a la reflexión que nos ayude a entender qué debemos hacer distinto, porque como lo hemos hecho no ha sido suficiente para superar las efemérides del dolor y las ausencias.
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En parte, puede ser que nuestro dolor de tanto acumular datos y fechas y nombres y circunstancias se haya vuelto un poco efímero en la expresión. Ya hemos convenido que la única manera de vencer la muerte definitiva es con la memoria, recordando a las personas y sus obras, o dicho de otro modo, que la única muerte decisiva es el olvido. Pero nuestro calendario marcado con señales de luto que se sobreponen unas a otras no nos da lugar a un ejercicio de recuerdo cotidiano que implique un llamado a la acción.
En las tres décadas que han pasado desde que el más ilustre hijo de Briceño murió en la explosión de un carro bomba del que no era el destinatario, poco hemos cambiado. El discurso que pronunciaría ese día, que iba en el maletín que encontraron los investigadores en la escena del crimen sigue teniendo vigencia 30 años después: “El derecho a la vida es el derecho fundamental del hombre, pero la violencia irracional sigue mancillando cada día ese sagrado derecho”, decía antes de citar al médico Héctor Abad Gómez, a quien la violencia ya nos había arrebatado. Y diría más adelante que “la violencia sigue haciendo estragos, creando sobresaltos, apagando el aliento vital de inocentes víctimas, ahuyentando el sueño de la paloma de la paz”.
Quedaron sin pronunciar sus palabras y sin desarrollo buena parte de sus ideas. Aunque su muerte les dolió a todos, ese dolor no fue suficiente para recordarlo en lo cotidiano, de tal modo que su sueño de convivencia se materializara o que su propósito de hacer de Urabá el polo de desarrollo de Antioquia se hiciera realidad. Pero no solo nos pasa con su ausencia, dos semanas después de su trágica muerte fue asesinado Luis Carlos Galán: pasó lo mismo con su ideario, no le sobrevivió, por lo menos no con el impulso suficiente para ver convertidos en hechos los postulados.
Así es nuestra memoria. Por eso no hemos aprovechado las herencias intelectuales y morales de aquellos que nos han dejado, sino que nos limitamos al dolor de la hora, el pesar del momento, el llanto programado y la evocación de una sucesión de nombres y rostros que nada tienen que ver con el presente, y en consecuencia, poco pueden influir en la construcción de un futuro distinto, que sea más amable y nos permita ser una sociedad en la que la protagonista de todos los días no sea la muerte.
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Justo es reconocerlo, nos ha faltado inteligencia como sociedad para encontrar caminos que nos conduzcan a una convivencia verdadera, en la que más importantes que los símbolos sean las personas y más que los preceptos se entiendan las razones. Pero no solo nos ha falta inteligencia, también humanidad, capacidad para transformar y responsabilidad con las generaciones siguientes.
Muchos de los lectores ni siquiera pudieron conocer a Roldán Betancur, un líder que murió absurdamente en la plenitud de su historia, con un grandísimo potencial por desarrollar, pero quienes vivimos esa época no hemos sido capaces tampoco de hacer que ellos lo añoren, porque poco queda de su legado vital. Que su memoria nos sirva de aliento e invitación para decir que Antioquia sigue siendo un territorio con todo el potencial, que requiere de la paz y de la tolerancia para ser un mejor escenario para habitar. Que no muera para siempre Antonio Roldán.