Disponer alegremente de las aguas y el territorio patrio, cuyo cuidado está a cargo del presidente, como el primero y más sagrado de sus deberes, es crimen de lesa patria, peor que la traición misma.
Vaya tragedias, a cuál peor, las que en la pasada centuria vivió Colombia en lo que a su tamaño e integridad física respecta. Se abrió el siglo con una guerra civil, la más cruenta en su género que recuerde el país, y Suramérica entera. Concluyó aquella nada menos que con la pérdida de Panamá, que con el futuro canal, que ya teníamos previsto y proyectado, nos habría convertido en una de las potencias relativas de Latinoamérica, al lado de Argentina, Brasil y Méjico. El istmo, tan rico tesoro, se nos rapó privándonos entonces de un emporio y una fuente vigorosa y además perpetua de divisas. Y de la reserva geoestratégica de primer orden que todo ello representa, como lo fue, por ejemplo, el canal de Suez y su papel redentor para Egipto, sin el cual canal nunca hubiera sido el mismo en el Medio Oriente contemporáneo.
Para consolarnos por el despojo del istmo más tarde nos darían los gringos, a modo de indemnización, unos cuantos millones de dólares (una bicoca en comparación con lo rapado) que nunca se supo dónde fueron a parar o en qué se invirtieron que valiera la pena.
Corrido el tiempo, en 1928, Colombia sufrió otra amputación, pero esta vez impuesta en un tratado leonino, ya no en pro de Estados Unidos sino de Nicaragua, un pequeño país centroamericano que desde su alumbramiento se dedicó a disputarles a sus vecinos, colindantes o no, las comarcas o mares que legítimamente les pertenecían. De resultas de ello Nicaragua, en una negociación mal llevada, como todas las nuestras de este tipo, logró despojarnos de la extensa franja de la Mosquitia, a lo largo de su costa en el Caribe. A cambio de ello Nicaragua dejaba de reclamarnos el archipiélago de San Andrés y Providencia que, al igual que la Mosquitia citada, nos pertenecía por títulos universalmente reconocidos, emanados de la Corona Española.
Pero ahí no termina el viacrucis de la centuria anterior. Años después, mediando el siglo, el presidente Urdaneta le cedió a Venezuela (otro vecino que nos ha cercenado sin parar y sigue al acecho, insaciable y voraz como siempre, de lo que pueda mordernos) las islas de Los Monjes, donde reposa la mayor reserva petrolífera del subcontinente. Obsequio tan suculento se ofrendó a cambio de Eliseo Velásquez, legendario guerrillero liberal refugiado allá y a quien desde aquí el régimen imperante reclamaba solo para darse el placer de eliminarlo, como en efecto lo hizo a sangre fría en la propia frontera, una vez entregado. El móvil, mezquino como ninguno, no era otro que el odio, el miedo y el afán de exterminar a los contrarios, cosa que se patentizó el 9 de abril del 48 con el magnicidio de Gaitán. Advierto que si de paso recabamos en estos episodios, asociados a las amputaciones geográficas que ha sufrido el país, es para que no se olviden, máxime ahora que tanto se reivindica la memoria histórica, donde ya están gravados los orígenes de todas nuestras violencias, que en el fondo no son sino una.
Disponer alegremente de las aguas y el territorio patrio, cuyo cuidado está a cargo del presidente, como el primero y más sagrado de sus deberes, es crimen de lesa patria, peor que la traición misma. De tal aberración, la que acabamos de señalar, cometida por ambos países y que avergonzará por siempre al nuestro, fue testigo el mundo en 1952. Canjear la parte más preciada (por su inmensa riqueza natural y por su valor geoestratégico) de la geografía que, como un don de la Providencia nos fue concedido, canjearlo, digo, por la vida de un ser humano, cualquiera que fuese, es algo que, por más que se le repudie, no cabría achacarle ni siquiera al sátrapa ugandés Idi Amín Dada, paradigma del salvaje nato en esta época, conocido por sus fechorías sin nombre. Pues sí. El trueque en cuestión fue el más estrambótico de que se tenga noticia en la historia de las relaciones internacionales, abarcando en aquella a las bárbaras naciones que la leyenda evoca, donde no había normas que regularan la conducta humana y menos las de las naciones en agrás o gestación. Pero Urdaneta corrió con suerte: lo salvó de un juicio ejemplarizante y de la condigna condena, acaso internacionales, la llegada del Frente Nacional, que perdonó todo, hasta las peores vesanias, así no haya logrado relegarlas al olvido. Pero el espacio se agota y entonces proseguiremos este recuento y abordaremos las conclusiones que, como se verá, vienen al caso, en la próxima oportunidad.