Por ninguna parte aparece la rebeldía santa que enarbola los principios éticos y morales que sus religiones difunden de dientes para afuera y que sus textos sagrados consignan.
Entonces uno se enfurece, claro. ¿Hasta dónde va a llegar el vértigo de la corrupción y los desmanes? ¿Tienen algún límite estos excesos?
La certeza de la impunidad va dejando un reguero de pruebas, videos, grabaciones, fotografías, cifras, documentos, que hacen inocultable la sordidez de los hechos que protagonizan, y ellos tan campantes miran a los ojos de las cámaras (en las entrevistas pactadas) y dicen con una sonrisa angelical que ellos no fueron, que no conocen a nadie, que son víctimas de una patraña opositora, que no, que no, que no. La gran mayoría son católicos, cristianos y asisten a los rituales de sus credos con absoluta regularidad.
Mienten con perversidad y siguen delinquiendo, atropellando, borrando a quienes se les atraviesan. Y cuando uno se va a derrumbar, cuando cree que esa gente va a hacer lo que quiera y cuando quiera, hasta el final; se le aparece la figura de Cirilo y entonces uno piensa: La maldad tiene siglos y siglos de existencia, pero no prevalecerá.
La perversidad de Cirilo de Alejandría y su capacidad para distorsionar todo lo que significa su causa, es altamente representativa de la discusión que proponen las urgencias de hoy.
Cirilo fue malo de toda maldad, malo en el sentido ético y moral de la palabra, pero su maldad no impidió que cuatro vertientes de la creencia cristiana lo consideraran un santo. En efecto: la Iglesia Católica, la Iglesia Ortodoxa, la Copta y la Luterana, coinciden en que su vida es un ejemplo a seguir.
En esta lógica, si hoy, cualquiera de los seguidores de esas variables religiosas se comportara conforme lo hizo Cirilo en su existencia, tendría el premio del cielo asegurado.
Cirilo tuvo una carrera de ascensos notables. Nació en Alejandría en el 373 d.de.C y contaba con tan solo treinta años de edad cuando ya se le vió en el Sínodo de Encina. Su asistencia a tal evento se explica porque acompañaba a Teófilo, su tío, quien era el obispo de Alejandría. Transcurrieron 9 años más y Cirilo “logra” ser nombrado obispo y posteriormente patriarca, como su tío.
Para ese momento ya hay registros históricos que destacan como muchos se opusieron a su nombramiento “quizá por su genio impaciente y dominador”.
Su episcopado que duró del 412 al 444 fue pródigo en excesos de fanatismo, odio y violencia.
Persiguió a sangre y fuego a todos quienes no coincidian con sus creencias, lideró movilizaciones contra organizaciones y personas que consideraba paganas y aún contra otras organizaciones cristianas. Expropió la Sinagoga de Alejandría y logró expulsar a cerca de 200.000 judios.
Todo en él transpira odio. Aún lo persigue en el tiempo la denuncia de haber instigado el asesinato de Hipatia, la portentosa filósofa y matemática griega que lo incomodó siempre, porque era una mujer libre, atea, de sobresaliente inteligencia y un razonamiento impecable.
Sus trapisondas en el Concilio de Efeso, las maneras “non santas” como logró dirigirlo, los excesos de los sobornos, su soberbia, su condición sibilina, su intemperancia, su arribismo, están a años luz de su prédica. Cirilo es, ciertamente, un monumento erigido a la incongruencia.
La Teología moral de la Iglesia que estudia las verdades de las doctrinas reveladas, se plantea como un imperativo ético para los creyentes, pues ella presenta en su conjunto “las normas exigidas para el relacionamiento de los hombres entre si y para con Dios”. Casi de manera textual se enuncia que esa ética y esa moral “nos prepara para ser el tipo de personas que pueden vivir con Dios en la vida eterna”.
Ninguna vertiente del Cristianismo hoy es capaz de sostenerse sobre estos principios. No hay libertad y conciencia moral en la práctica cristiana de estos tiempos, en donde sacerdotes y pastores (la inmensa mayoría) están al servicio de otras causas más terrígenas, mundanas. Ahí están acusados de pederastía y prostitución, más allá de escándalos financieros, por acá de entuertos con partidos políticos corruptos, dictaduras militares, al otro lado de abusos con sus fieles, utilizaciones indebidas, manipulaciones en su propio beneficio. Y en su conjunto, las ordas de “creyentes” pecan y empatan. Sectarios, fanáticos, enardecidos, lapidan a los contrarios, los escupen, los crucifican sin piedad y consideración. Por ninguna parte aparece la rebeldía santa que enarbola los principios éticos y morales que sus religiones difunden de dientes para afuera y que sus textos sagrados consignan.
No hay hoy la más mínima manifestación de humanismo en nombre de ningún Dios. La “salvación” ya no le interesa a nadie. El mito creacionista que, una vez escrito y diseñado ubicaba en un estado de superioridad a la tribu que lo inventaba sobre el resto de las tribus, ya no tiene poder inspirador. No pareciera que una nueva religión (pues las existentes ya no pudieron) sea capaz de darle un respiro a la humanidad perdida.
Es precisamente por eso, que todavía hay esperanzas.