La libertad de ir por ahí

Autor: La Urna Abierta
11 abril de 2020 - 12:02 AM

Para saber de la libertad de abandono, no hay que esperar a que desaparezca.

Medellín

Por WILLIAM FREDDY PÉREZ*

 

Pero lo cierto es que la palabra puerta es de las que aquí más se barajan, más aún que todas las otras palabras que esperan detrás de esa puerta, porque todos sabemos que para llegar a ellas, para llegar a las palabras hijo, mujer, amigo, calle, cama, café, plaza, playa… es imprescindible traspasar la palabra puerta.

M. Benedetti. Primavera con una esquina rota

 

Algo sabíamos de la libertad de abandono. Por ejemplo, que solo aparece con toda claridad cuando se acaba (como la sociedad conyugal, un símil que los abogados entienden perfectamente). En efecto, uno no va presumiendo la libertad de abandono mientras hace cosas a cielo abierto o mientras camina por el barrio o mientras escoge el bar de la esquina; no sale uno a la calle en búsqueda de ruido o huyendo del ruido, como si tuviera derecho a hacerlo. Pero cuando se prohíbe salir, abandonar, ir… entonces ahí está. Es lo que sabíamos. Un tópico, simple lógica.

Pero también empíricamente algo habíamos aprendido, por ejemplo, de los regímenes parentales de confinamiento: “y hoy no me salís de la casa, carajo”. O de los regímenes escolares: “las puertas del colegio se cierran a las ocho de la mañana”. Sin embargo, eran restricciones más o menos capacitantes o más o menos inofensivas; regímenes blandos en todo caso, muy vulnerables y que podían ser transgredidos sin que el castigo sobreviniente derivara en un aislamiento destacable. Uno “se volaba” o “escalaba el muro”. Era irrelevante esa pérdida de libertad de abandono.

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Algo sabíamos también por el servicio militar obligatorio. El confinamiento que implicaba, sin embargo, no era pleno; y era insignificante si se lo comparaba con la afectación de otros derechos, con la tortura legalizada en entrenamientos pa’ machos, con la obligación jurídica de ir a la guerra, y con el riesgo de morir o matar. Además, la lista de remisos, evadidos, objetores o desobedientes, revela la naturaleza de la restricción. Era apenas jurídica.

Sabíamos algo igualmente, pero casi nada, por la recurrencia del toque de queda. Ese estadito de sitio que excluye niños, niñas, jóvenes y adolescentes del espacio público, para gobernarlos, o para simular el cuidado que se les debe, o para responder al pánico que los medios logran generalizar con la exposición de algunos incidentes. Es el mismo curfew que por decreto o por orden militar se ha aplicado históricamente a poblaciones enteras, en el norte y en el sur, para conjurar o prevenir incendios… sociales (el couvre feu francés del que deriva, consistía en la notificación pública de que había llegado la hora de cubrir el fuego, para prevenir incendios nocturnos). Sabíamos algo de la libertad de abandono (es decir de su pérdida), en fin, por esta manera como alcaldes y gobernadores podían al menos dar una impresión de gobierno… pero por horas. La violencia que a veces estimulaban era aterradora, pero el confinamiento en sí mismo era intrascendente o en todo caso incomparable con el que se ha seguido de este toque de queda global, prolongado, continuo, motivado por una amenaza tan inasible y proferido a instancias de autoridades tan diversas. Sabíamos muy poco, casi nada, de la libertad de abandono.

Pero el confinamiento de estos días podría enseñarnos un poco más. Por ejemplo, que el derecho es un artefacto cultural, un invento que puede ayudarnos a mejorar nuestras relaciones con la naturaleza: de coexistencia o integración, de preservación o protección, de defensa frente a nuestras agresiones, pero también de defensa nuestra frente a sus embates. Pero que el derecho, la ley civil, no contiene naturalmente concepciones sobre la naturaleza. Esas hay que ponerlas. O nos las siguen poniendo.

También podemos aprender algo de la eficacia de la ley. El acatamiento de este toque de queda ha sido tal, que casi hemos borrado de nuestro lenguaje la palabra “puerta”. Pero esa eficacia, al parecer. proviene menos del reconocimiento del orden jurídico y los poderes derivados de él, que de la coincidencia inédita de otras fuentes de legitimidad: la ciencia, la religión, las artes, la vecindad y unas ideas simples (es decir ni complejas ni políticas) de fraternidad y humanidad.

Y finalmente, podríamos aprender mucho de la libertad de abandono si comparamos confinamientos. Por ejemplo, si buscamos afinidades con la prisión domiciliaria: Con televisión, pero obligada; con reunión virtual, pero sin juntura en el parche; con la cervecita, pero sin el bar; con fútbol, pero sin estadios; con permiso, pero cuando diga y para lo que diga la autoridad. Tal vez logremos admitir por fin que, como castigo o como forma de mostrar repudio, hay maneras distintas de la cárcel que tienen sentido.

Por supuesto, también podemos buscar afinidades con las condiciones de reclusión de un white collar prisoner; uno de esos que no necesita el beneficio de la detención domiciliaria porque tiene la cárcel -como tuvo instituciones, sistemas financieros o ejércitos- bajo su control. Confinados, pero con pico y cédula (dicen que el contratista salía los lunes, el congresista los miércoles, el narco los fines de semana y el militar el jueves).  De esto, podríamos aprender algo. El confinamiento, también en la prisión, no es el mismo para todos. Y hay un sistema y unas personas que operan la selectividad. No es natural.

Y podemos finalmente buscar afinidades entre nuestro confinamiento y el de los presos corrientes. Ya no personas con detención domiciliaria, ni presos de cuello blanco, sino delincuentes y presos ordinarios, presos pobres y delincuentes si recursos destacables, chichipatos, pasilleros, desarrapados, ladronzuelos y ladronzuelas, viejos con estafas de pacotilla, viejas que traficaron por mandato, inasistentes alimentarios, carritos, jíbaros, madres gestantes, discapacitados, enfermos, primerizos… gente común. Murieron 23 presos el otro día (21 de marzo), 83 más y 9 guardianes resultaron heridos. La noticia duró lo que el intento de fuga. Ni siquiera pudimos saber de qué escapaban, si de la celda que no soportaban o del virus que avanza sobre ella; si de la condena que cumplían o de la enfermedad que se sumaría a la pena impuesta.  A lo mejor trataban de evitar que el virus hiciera irrecuperable la libertad de abandono que, ellos sí, ahora habían descubierto claramente.

No es necesario considerar otras condiciones específicas de la cárcel en Colombia para saber que la comparación entre confinamientos es frustrante. Nada tiene en común el encierro general por la pandemia con el de esos presos comunes. Primero, porque en el caso de la cuarentena, el confinamiento trata de conjurar una amenaza de contagio y muerte que se cierne sobre cualquiera de nosotros y aun sobre la especie. En cambio, en el de esos presos la pérdida de la libertad de abandono no previene nada, se trata básicamente de castigar. Segundo, porque científicos, autoridades políticas, artistas, sacerdotes, líderes sociales y comunidades coinciden en la existencia de una amenaza y en la conveniencia y utilidad del confinamiento. En el caso de aquellos presos coinciden un juez y un fiscal, y básicamente en una responsabilidad.

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Tercero, porque en el caso de la cuarentena podemos concebir inclusive un confinamiento inteligente, con salidas programadas de acuerdo con las necesidades de la economía, la vulnerabilidad de las personas y su estado de salud (sano, contagiado o inmune, supongo). En el caso de los presos, en cambio, tal como ha advertido el fiscal General de la Nación, una salida que discrimine es inconstitucional. Arguye él que la medida no se extiende al sistema penal de responsabilidad para adolescentes, a los miembros de la fuerza pública detenidos y a los indígenas condenados a cargo del Inpec. Cabe al parecer, en el caso de los presos, esta especie de igualdad por lo bajo o, lo que es lo mismo, el reclamo populista muy al uso de “todos o nadie” (que finalmente deja a todos con nada). Cuarto, porque esa misma salida inteligente, en el caso de la cuarentena, pretende resolver una emergencia y evitar simultáneamente efectos nocivos de largo plazo. En el caso de los presos en cambio, una especie de liberación inteligente -a juicio otra vez del fiscal- es inconveniente e inconstitucional porque se dirige a resolver un problema estructural y no una crisis coyuntural (es curioso el argumento, pero franco y elocuente). Quinto, porque los presos en la cárcel no corren el riesgo de ser perseguidos penalmente -otra vez- por incumplir protocolos de cuidado. En el caso del confinamiento civil por la pandemia, en cambio, la fiscalía promete ser implacable y judicializar a quienes no cumplan las medidas de prevención (como si la fiscalía pretendiera, ahora sí, resolver un problema estructural y no una crisis coyuntural).  Y sexto, porque los presos han cometido algún delito. En cambio, nosotros… Bueno, tal vez, un día, sin querer, obligados, con un fin noble, pero no volvió a ocurrir, y en todo caso… no somos así.

Para saber de la libertad de abandono, no hay que esperar a que desaparezca.

*Profesor. Director del Instituto de Estudios Políticos Universidad de Antioquia

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