Leer es una fiesta del espíritu al mismo tiempo que un arduo trabajo, algo que está lleno de sospechas, de inquietudes, de angustias
En mi pasada columna hablé de la influencia de Estanislao Zuleta en la generación de la década del 50 del siglo pasado que se consolidó alrededor de La France Press en Medellín, la cual se extendió mediante su cátedra magistral a nuevos discípulos y contertulios hasta su temprana muerte a principios de la década del 90.
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Mucho se ha discutido en los círculos académicos sobre el aporte de Zuleta al pensamiento filosófico latinoamericano, hasta extremos de llegar a descalificarlo por causa de su autodidactismo, como si los que nos formamos profesionalmente no fuéramos en alguna medida también autodidactas, ya que la universidad sólo nos entrega elementos teóricos y herramientas básicas, para mediante ellos ante cada situación o problema a resolver creemos el método apropiado y lo desarrollemos adecuadamente. Aunque podría aceptarse que el legado de Zuleta no constituye un “corpus” filosófico que signifique una nueva escuela de pensamiento, lo que si hay que reconocer es que nuestro maestro sí vivió la filosofía e hizo de su vida una bella obra de arte en la indagación filosófica y literaria, que ha orientado a varias generaciones de colombianos. Para Zuleta la filosofía, como lo afirma Alberto Valencia Gutiérrez, un gran estudioso de su obra, no fue una mera especulación sino “un modo de ser”, una parte integrante y constitutiva de su propia existencia.
Recuerdo una bella reflexión de Zuleta que define su periplo vital, cuando en una de sus conferencias respondió a la pregunta sobre la utilidad práctica de la lectura, con la siguiente sentencia (cito de memoria): leyendo buena literatura y dialogando con los textos filosóficos se puede llegar a pensar y a juzgar mejor, y con mejores pensamientos y juicios de pronto se pude lograr una mejor vida, la vida buena que llamaron los filósofos de la antigüedad clásica.
Este columnista se limita por ahora a reseñar el texto de la conferencia de 1978 titulada Sobre la lectura, con la cual Zuleta se define como el gran divulgador de la cultura humanística y como educador, que es el aspecto que quiero resaltar en este escrito. En el referido texto se sostiene que no existe un código común entre el escritor y el lector de un libro, sino que “el texto produce su propio código por las relaciones que establece entre sus signos”. Entonces, el trabajo de interpretación del lector consiste en “determinar el valor que el texto asigna a cada uno de sus términos”. En este sentido el texto es polisémico, ya que con base en su acervo intelectual cada lector con un código creado por el mismo aprehende el libro. Sin este código es imposible hacer una lectura formativa.
Si se pretende leer un texto desde el código del autor o desde el código de un maestro, lo único que logrará el lector es rendirse ante la “ideología dominante preasignada a los términos”, ratificando de esta manera la “ilusión humanista, pedagógica” de que “la escritura regala a un lector ocioso un saber que no posee y que va adquirir”. En este sentido Zuleta “rechaza toda concepción naturalista o instrumentalista de la lectura: leer no es recibir, consumir, adquirir, leer es trabajar”. Más que respuestas, un buen libro y una buena lectura nos generan nuevos interrogantes para seguir en la incesante búsqueda.
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Zuleta afirma que “es necesario leer a la luz de un problema” y salirse del concepto de lectura como consumo, como recepción o como entretenimiento, ni mucho menos llegar a aceptar los hoy promocionados cursos de lectura rápida. Leer es reunir tres categorías que el autor dice posibilitan el pensamiento filosófico: la capacidad de resistencia del camello, la capacidad de rebelión del león y la capacidad de creación del niño. La lectura es una “abierta invitación a descifrar y obligación de interpretar”, que logra el lector que no sólo es rumiante e intérprete, sino que es capaz de permitir que el texto lo afecte en su ser íntimo y lo vaya conduciendo por los caminos del conocimiento. Para que esto sucede, según Heidegger, “uno no se puede dejar influenciar por un pensador si uno mismo no es un pensador”, lo que quiere decir que hace el esfuerzo por interpretar y pensar por cuenta propia.
Los libros son objeto de trabajo y de disfrute. Leer es una fiesta del espíritu al mismo tiempo que un arduo trabajo, algo que está lleno de sospechas, de inquietudes, de angustias, pero que también es un gozoso banquete intelectual.