No comprendemos qué nos está pasando, porque nos sentimos “sobre diagnosticados” y “estamos cansados de la estigmatización”, pero no hacemos lo suficiente para proteger la vida, para vencer la impunidad y celebrar la diferencia.
En cuenta regresiva, el reloj se aproxima veloz a la hora en que caerá el edificio Mónaco, construido y habitado por Pablo Escobar y su familia en un periodo corto. Sin embargo, más que con la figura del capo, la estructura se relaciona en la memoria colectiva con la guerra del narcotráfico, en tanto fue el objetivo de los enemigos de Escobar y escenario del primer carrobomba en el país. No obstante lo cual siguió en pie, pero sin el lustro que el mafioso soñaba.
Ahora no ocurrirá lo mismo. A riesgo de que me regañen doña Lucila o alguno de los demás colegas que tanto nos enseñan del uso del lenguaje, diré que esta vez la “explosión” será hacia adentro, por eso hablamos de “implosión”, y como ya ha ocurrido con varias edificaciones en las que ha actuado la firma Atila, en cuestión de segundos la masa de polvo se llevará la última imagen de la estructura. Pero como es “hacia adentro”, no creo que logre llevarse la memoria de los días aciagos, ni limite la afluencia de turistas, ni –como prometen-, se lleven otro mensaje y cambien el libreto.
Hoy la discusión ya no es sobre la pertinencia o no de derribar el símbolo: ocurrirá y punto; ni siquiera sobre la congruencia, originalidad o utilidad del Memorial que ocupará el espacio: será ese y punto. De hecho, ese es el centro del problema: que hay más puntos concluyentes que discusiones públicas. El de hoy es el reflejo de la sociedad de la foto, de quien espera verse en el microsegundo que captura la imagen, en el antes y después, en el hashtag, el de los cientos de “extras” que se sueñan testigos de excepción de un hecho que no se ruborizan de calificar como “histórico”. Pero la paradoja es que solo escribirán una anécdota más, acaso una página en el relato de quienes seguirán sacándole provecho a la tragedia que nos marcó como sociedad y cuya semilla sigue viva, porque es un monstro que nunca duerme.
Ese es el verdadero asunto. Que mientras tumbamos edificios que recuerdan a un capo, el narcotráfico nos sigue robando a los jóvenes que sueñan con conseguir dinero rápido, en una sociedad que insiste en equiparar el éxito y la felicidad con la tenencia de cosas materiales. Mientras dinamitamos fantasmas, miramos con recelo a quienes hablan de las ruinas de una ciudad que no se preocupa ni por el nombre de las casi 100 personas que han sido asesinadas en menos de dos meses en sus calles. Para ellas no hay ni Memorial ni registro, su ausencia parece una tragedia íntima de las familias y círculos de amigos, no representa la vergüenza de una sociedad que, como en la época de opulencia del Mónaco, permite que sus muchachos ofrenden la vida en la carrera loca del narcotráfico y la intolerancia.
El asunto es que ni siquiera entendemos cuál es el asunto. No comprendemos qué nos está pasando, porque nos sentimos “sobre diagnosticados” y “estamos cansados de la estigmatización”, pero no hacemos lo suficiente para proteger la vida, para vencer la impunidad y celebrar la diferencia. Entender que nada justifica matar a otro y que no podemos seguir sacrificando a los jóvenes como si se tratara de una película o una historia ajena y lejana.
Pero mientras rueda esa película y se obturan las cámaras, se necesitan otras voces que no impulsen al porte de armas ni a la “justicia por mano propia”, que recuerden los nombres y las historias, los rostros de los seres humanos que se van tornando en estadísticas y van elevando la tasa de homicidios. Sí, como un sirirí, hay que mantener viva la voz y las discusiones que no se quieren escuchar, que parecen tan molestas y que por ratos como que se ahogan en el sonido de las balas, de la dinamita. Gracias a quienes insisten en esa terquedad y nos recuerdan cotidianamente que la vida es sagrada, no importa que los señalen o los ignoren. Gracias por no desmayar ni ceder a la tentación de la sociedad del espectáculo.