Cuando se aprobó la Convención sobre los derechos del niño, hace casi 30 años, ya habían pasado por las filas de las guerrillas colombianas cientos -si no miles- de menores de edad.
Se firmó el acuerdo con las Farc y fracasó el intento de negociación con el Eln. Los grupos delincuenciales, de la mano de los disidentes de las Farc, aprovechan la pobreza de las familias y el reclutamiento de menores de edad sigue siendo una herida abierta en Colombia. Es cierto que las cifras han disminuido considerablemente luego de la desmovilización de las Farc pero esa práctica inaceptable persiste y en tal medida, el que haya más víctimas sólo depende de la intensidad con que sople el viento de la violencia, propiciada por organizaciones armadas ilegales o por bandas dedicadas al crimen organizado, con el narcotráfico a la cabeza.
Los paganos han sido los habitantes de las zonas rurales secularmente abandonadas por el Estado, especialmente pobladas por indígenas y afrodescendientes. No conozco historias de niños o jóvenes reclutados en El Poblado de Medellín o en los barrios del norte de Bogotá.
Desafortunadamente Antioquia está a la cabeza de los departamentos donde a los niños se les truncó el futuro por el reclutamiento. Precisamente aquí, donde se supone que está uno de los motores principales del desarrollo nacional y no muy lejos de Medellín, la ciudad que brilla por su empuje dentro y fuera de Colombia. Si eso sucede con la economía y el progreso urbano, por qué no lograr que la erradicación del reclutamiento de niños y adolescentes sea una meta tras la cual vayan, sin distingos partidarios ni políticos, los gobiernos departamental y municipal.
Desde luego la responsabilidad principal recae en los reclutadores, de eso no hay la menor duda. Pero -y este es un gran pero- el reclutamiento de niños y jóvenes para utilizarlos en las filas de los violentos tiene que ver mucho con el olvido y la negligencia del Estado.
Cuando se aprobó la Convención sobre los derechos del niño, hace casi 30 años, ya habían pasado por las filas de las guerrillas colombianas cientos -si no miles- de menores de edad. Poco después, en 2002, la comunidad internacional, alarmada con el creciente reclutamiento de niños y su flagrante contradicción con el espíritu de la Convención, añadió un protocolo facultativo sobre esta práctica ampliamente repudiada y atentatoria de los derechos de los menores de edad.
El propósito del Protocolo era entrar en el detalle de esta realidad tomando en cuenta iniciativas previas como el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional o las recomendaciones de la Cruz Roja Internacional que en 1995 instó a las partes en conflicto a “que tomaran todas las medidas viables para que los niños menores de 18 años no participaran en hostilidades”. Estaba también el Convenio No. 182 de la OIT sobre prohibición de las peores formas de trabajo infantil que incluyen el reclutamiento forzoso u obligatorio de niños para hacer uso de ellos en conflictos armados.
En otras palabras, desde hace muchos años el mundo civilizado estableció reglas de juego para proteger a la niñez del reclutamiento y sus destructivos efectos posteriores. Lo hizo con lujo de detalles incluyendo mecanismos para verificar si esas normas, ratificadas por la mayoría de los países, se estaban cumpliendo y lo cierto, en el caso de Colombia, es que las organizaciones armadas ilegales hicieron caso omiso y pasaron por alto el andamiaje jurídico internacional. No lo respetaron cuando era invocado en los momentos más álgidos del conflicto armado y, por el contrario, contestaron argumentando que los niños en sus filas, muchos reclutados contra su voluntad y la de sus familias, estaban mejor en el monte, pese a las evidencias, ahí, del maltrato y los abusos de toda índole, como asunto diario.
Para terminar con el reclutamiento es indispensable que el Estado, con visión integral y no sólo militar, intensifique su acción social en las zonas donde el reclutamiento es un riesgo constante. Se requiere también que, pese al doloroso atentado ocurrido en la Escuela de Policía General Santander, gobierno y Eln vuelvan a la mesa de negociación y consigan un acuerdo. Ese es el único destino posible para esta guerrilla que ajena a la historia insiste en una opción militar carente de futuro.