(Apreciación sobre un perturbador cuento de Flannery O’Connor)
Con seguridad que te golpea y conmueve e intranquiliza. Lo más probable es que, al leer alguno o todos los cuentos de Flannery O’Connor, al menos por unos momentos, o quizá por toda la vida, como lector ya no serás el mismo. Algo en vos, en tu condición de explorador de la condición humana, quedará alterado. No es para temer. Es para internarse en el conocimiento del mal, el principal recurso temático de la escritora del sur de los Estados Unidos. La literatura, como ella misma lo advirtió, no es declarativa. Es para mostrar. Y ella, con creces, muestra aquello que, distinto a una enfermedad, a una patología, es el mal, como una elección social, como un comportamiento consciente del sujeto.
Quizá los personajes de O’Connor buscan un sentido mediante el ejercicio del mal. No todos, claro. Los otros pueden ser las víctimas, los afectados —a veces, destruidos—, por una carga en la que, si se analiza a fondo, también son parte de la culpa. Buscan, digo, un sentido por la existencia, tal vez un lugar en la tierra. En las creaciones de la cuentista y novelista subyace (a veces, como evidencia) la maldad. El ejercicio de esta como una “necesidad”, como un comportamiento que no rebasa los cánones, o las normas, sino que se torna una parte del mundo, otra más, que hay que tener en cuenta. Y sin maniqueísmos, y sin caer en trampas morales, el mal se erige como parte del hombre, contra el cual, en múltiples ocasiones, no hay cómo parar y menos desterrar.
La autora y el cuento
El mal como una característica, como una intrínseca regla comportamental se puede apreciar, por ejemplo, en el cuento Un hombre bueno es difícil de encontrar. El crimen como parte esencial del modo de ser, de hacer, de entrar en contacto con los otros (aquí podría recordarse a Max Aub) y que se vuelve paradigma. Así acaece con el desequilibrado protagonista del relato en mención. En una conferencia que dictó acerca del cuento, O’ Connor dijo que un cuento “es una acción dramática completa” y agregó que “en los buenos cuentos, los personajes se muestran por medio de la acción, y la acción es controlada por medio de los personajes”.
Un cuento, según la autora, debe comprometer de manera dramática el “misterio de la personalidad humana”, y, en su brevedad, debe ser extenso en profundidad. “La forma de cada cuento es única. Un buen cuento no puede ser reducido, sólo puede ser expandido”. Intentaremos ampliar estos criterios en una aproximación a uno de los cuentos, de hondo dramatismo, de esta artista, cuyos relatos, al decir de Gustavo Martin Garzo, autor del prólogo a la edición de cuentos completos en español de la escritora nacida en 1925 y muerta en 1964, “tienen el poder supremo de agitar nuestra conciencia”.
La buena gente del campo
Para el efecto, entonces, se abordará La buena gente del campo, uno de los 32 relatos de la autora que decía que “el arte es el hábito del artista”. En este, por supuesto, el mal, o la maldad, es parte crucial de la intriga y de la trama, aunque aparezca en la parte final del mismo, en un ambiente de aparente tranquilidad campestre, con arrendatarios y dueños y la presencia de un tipo que es capaz de disfrazar con talento sus intenciones auténticas de ejecutar una maligna acción.
En el cuento, las mujeres son parte esencial del entorno, de la acción dramática y de la construcción de ambientes. Son ellas las que preparan el terreno para un desenlace que puede parecer una sorpresa, sin anuncios o amarres muy claros, pero con una caracterización de unas y del individuo que aparece como una especie de ángel del mal y que causará una suerte de cataclismo. El vendedor de biblias es, podría decirse como parte de una representación, un demonio, y su víctima, una doctora en filosofía, con una pierna ortopédica, es, como bien lo dijo la creadora del relato, una mutilada tanto en lo físico como en lo espiritual.
En el principio, están como parte del planteamiento de situaciones, dos mujeres mayores: la señora Freeman, arrendataria, hablantinosa, y sabrosa para el chisme; y la señora Hopewell, dueña de tierra y casas, además la mamá de Joy, una muchacha de 32 años, culta, alta y pesada, y que había hecho un doctorado en filosofía. Y en medio de todo, había una construcción mental, un imaginario, que se refería a las maneras de ser de la gente del campo que, de por sí, según la apreciación un tanto romántica y apresurada, era “gente buena”. Ahí, en esa concepción, se puede encontrar un preconcepto, incluido en los puntos de vista de una universitaria.
La señora Hopewell, que, además por falta de más candidatos, admite como arrendataria a la señora Freeman y su familia, marido y dos hijas, antes le había tocado “tratar con mucha gentuza”. Y antes de los Freeman había tenido un promedio de una familia arrendataria por año. Y, como divorciada, mantenía no solo control sobre la heredad, sino que aspiraba a tener compañía en el campo, porque su hija no estaba para esas faenas, no solo por tener una pierna artificial, sino por una manifiesta hosquedad con la madre.
Hay toda una maestría en ir contando, a cuenta gotas, dosificada con criterio, que en nada se parece al suspenso, el por qué la muchacha había perdido una pierna. El asunto de la pierna puede tener la funcionalidad de un símbolo, de una metáfora quizá, pero, en esencia, es un motor de la historia, una situación clave para que pueda haber otras relaciones, diferentes a las de la madre, la arrendataria y la solitaria doctora en filosofía, que tenía intereses por teorías o interpretaciones sobre la nada, o al menos de cómo este concepto era visto por la ciencia.
Aunque no expresada con nitidez, entre la madre y la hija hay una relación tirante, distanciada. Y en la progenitora se desnudan decepciones acerca de una muchacha que decidió estudiar una disciplina más bien poco pragmática, que mantuvo en estado de pena y desorientación a la señora Hopewell: “Uno podía decir: “Mi hija es enfermera”, o “Mi hija es maestra”, o incluso “Mi hija es ingeniera química”. Uno no podía decir: “Mi hija es filósofa”. Eso era algo que había terminado con los griegos y los romanos”.
Una obra completa
La capacidad narrativa de la escritora la conduce a ir retardando la acción del desenlace. La va posponiendo, pero sin hacer perder interés al lector. La aparición, puede decirse que la aparición súbita del vendedor de biblias es la apertura hacia otros territorios, más en el descubrimiento de facetas impredecibles de la filósofa, que también tiene ánimos de seducción y, tal como se pinta con sutileza, cierto tufillo de superioridad, y más en un nuevo plano de la ficción, que pone a distancia, o aleja en cierta forma premeditada de las escenas más relevantes del relato, a las señoras Freeman y Hopewell.
En la misma charla sobre El arte del cuento, O’Connor dice: “Si ustedes quieren decir que la pierna de madera es un símbolo, pueden hacerlo. Pero es, ante todo, una pierna de madera, y en tanto pierna de madera es absolutamente imprescindible para el cuento. Tiene lugar en el primer nivel, literal, de la historia, pero también opera en la profundidad, tanto como en la superficie. Prolonga la historia en todas direcciones; y ésta es, en pocas palabras, la manera por la cual el cuento burla su propia brevedad”.
El título de la obra, que no esconde la ironía, se vuelve fundamental en la medida que el relato va aclarando las situaciones, el conflicto, la relación entre los personajes, mientras el narrador, en tercera persona, pero que aparece muy pegado a la señora Hopewell, como si quisiera asumir su punto de vista, va desgranando la mazorca hasta llegar a la cumbre, o el clímax, de una maniobra que dejará sin aliento al lector.
No toda la gente del campo es buena. Parece ser una conclusión, o, al menos, una insinuación, una alerta. Puede haber alguno que, con astucias donjuanescas y bondades impostadas, se robe el ojo de vidrio de alguna ingenua pretendiente o, por qué no, le hurte la prótesis dental. Puede pasar, quién quita. Ah, claro, y no requiere ser un campesino. La maldad es del campo, es de la ciudad. Está en los humanos y en las sociedades que estos han creado.
En este y otros cuentos de la estupenda narradora (según Harold Bloom, “la narradora de cuentos más original de Estados Unidos después de Hemingway”), puede haber reminiscencias de relatos de Ambrose Bierce, y también un hálito de humor negro, como el que, de otra manera, proponía O. Henry. El diálogo, la descripción de hechos, los modos de mostrar cómo en medio de un tejido torrencial que desembocará en una burla, en una acción de malevolencia, el clima y el ambiente tienen otra cara, muy diferente a la del farsante que ha diseñado toda una fechoría, un engaño: “el cielo estaba despejado y era de un azul limpio”.
En efecto, este, como otros cuentos de doña Flannery, tiene el poder sobrecogedor de dejarlo a uno en estado de perturbación, que es una cualidad de la literatura bien cocinada. Como la de esta mujer que enseñó a caminar de espaldas a las gallinas y crio pavos reales en una granja de Georgia.