Una reflexión sobre la Navidad como encarnación y su vivencia como ocasión de consumo y olvido de la Encarnación.
Cuando Moisés tuvo que huir a Canaán por haber matado a un egipcio, quien agredía a un esclavo hebreo, se encontró allí con quien iba a ser su esposa, Sófora, cuyo dios era Yahvé. El dios de su esposa es quien le ordena a Moisés retornar a Egipto para salvar a Israel de la esclavitud y llevarlo de vuelta a su tierra natal de Canaán. En conclusión, el Dios de Abraham “El” y el Dios de Moisés, “Yahvé”; lenta pero progresivamente se convirtieron en una sola divinidad; la que hoy llamamos Dios.
Desolación por corrupción
La creencia de un solo Dios que sabía de sufrimientos porque los había acompañado en el exilio se convirtió para Israel en la fuerza única e inextinguible para sobrevivir a la insignificancia y pequeñez como tribu semita repatriada. Puede plantearse que el judaísmo nació no precisamente de una Alianza, tampoco de su Éxodo sino desde las cenizas del templo, las ruinas de las murallas y con un dios que en apariencia había sido derrotado. Este fue el momento del Shema: “Escucha Israel Yahvé es nuestro Dios Yahvé es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tú corazón, con toda tu alma, y con todas tus fuerzas” (Dt 6).
¿A qué llamamos encarnación?
La experiencia religiosa más profunda y extendida universalmente está expresada en el concepto de “Dios hombre”; es decir un ser humano que es Dios, más cercano y personal que sabía de sufrimientos por su compasión como amor materno, entrañable, ante la destrucción de los dos reinos, las murallas y el templo de Jerusalén. Yahvé fue el Dios que se hizo hombre en Jesucristo, a quien Juan en su Evangelio reconoce como la Encarnación de Dios, que se hizo carne para habitar en nosotros. “No hay nada más grande que llegar a ser Hijos de Dios” (1 Jn3, 1-2). En el prólogo “acampar o habitar entre nosotros” da razón de la vida contingente del hombre llamada “Nómada”; más cercana a un habitante de la calle que a la casa estable de la ciudad o del sitio de descanso, por su carácter de contingencia y signos de muerte. La vida de Jesús como el hijo del hombre es el proceso de madurez humana logrado por la acción del Espíritu hasta hacernos comunidad: “Ámense los unos a los otros, como yo los he amado, así también ámense los unos a los otros”. “Por el amor que se tengan los unos a los otros reconocerán todos que son mis discípulos” (Jn. 13, 34-35) El salto mortal de la religión es cuando propone en la espiritualidad acercarse a Dios directamente suponiendo o dejando de lado la Encarnación compasiva y humana; es decir, sin darse cuenta de que está negando la Encarnación. Cuando se encontraron la experiencia humana y la revelación en el mismo camino de la vida coincidieron en un primer aspecto: lo humano, el hombre, y el amor de Dios por lo humano.
Lo novedoso de la Encarnación
Jesús sabía muy bien por su conocimiento del corazón humano que el mal, como egoísmo, con el que todos nacemos, brota del corazón y puede tomar cuerpo en la sociedad, como machismo, injusticia, malas costumbres, corrupción, violencia, o pederastia. Lo novedoso de la Encarnación fue haber asumido la realidad histórica en todas sus dimensiones, como única manifestación del único Dios del universo, encarnado en todo cuanto existe. El creyente es un ser convertido a Dios y Jesús es un ser convertido al hombre. Ante la Encarnación deberían renunciar los dualismos de toda índole empezando por los religiosos. En lugar de tratar de hacer una relación con Dios desde nuestro esfuerzo personal, debemos caer en cuenta de la realidad de la Encarnación que ya existe. La mayor responsabilidad de la Iglesia está en convencer a sus fieles que Dios está en el otro, para amarlo, respetarlo y ayudarlo por la dignidad que tiene de ser hijo de Dios.
El contexto de la encarnación
En una provincia invadida para hacerla parte del imperio romano llamada Belén, (bet-lehen, casa del pan) nació a medianoche un niño cuyas propuestas ya no vendrían de un hombre quien por ser emperador se había usurpado el título de Mesías, hijo de Dios, sino de un Dios que se hizo hombre en Jesucristo para hacer a los hombres más humanos, por ser compasivo como lo debe narrar todo pesebre. Desde antes y entonces por su egoísmo, todo hombre ha querido, por su razón hacerse dios de sí mismo y de los humanos; contrario y paradójico a la Encarnación en la casa del pan, Belén, donde Dios para ser pan se hizo niño. Belén es el sitio donde Dios pudo nacer, sin referirse solo a la ciudad a veinticinco kilómetros de Jerusalén, sino a todo corazón en donde ocurra por don de Dios la Encarnación. Allí donde descubre la fe que Dios está en el otro, lo podemos llamar Belén; la real Jerusalén donde mataron a Jesús, en un acto inhumano sin ninguna compasión, está al lado de Belén. Todos los que quieren vivir en Navidad al estilo Jerusalén terminan rechazando a Belén, matando al Mesías que todavía hoy puede nacer en el corazón de cada hombre. El hecho de no encontrar posada en el albergue se convierte en la eterna parábola del alma humana desde el kerigma de la Pascua hasta la Encarnación, ¿Por qué? Simplemente, hemos llenado todo el espacio interior en alquilar o vender a otros huéspedes extraños. Lo anterior no quiere decir que seamos ateos, sino que nuestros pensamientos y sentimientos están tan ocupados con otros asuntos materiales que no hay sitio para que renazca Jesús. Es el caso de la Navidad nuestra.