La educación pública, la que podríamos recibir todos, es nuestra oportunidad para seguir existiendo como país
Por: Manuel Franco Avellaneda*
En el último mes ha habido varias marchas de estudiantes, profesores y ciudadanos por la educación pública en Colombia, en especial reclamando un mayor presupuesto para atender los elementos básicos de funcionamiento (pago de nómina, mantenimiento de edificios y servicios básicos).
Esta nueva movilización, para algunas personas, puede hacer parte de las ya tradicionales pedreas en inmediaciones de las universidades públicas del país. No obstante, la manifestación del 10 de octubre de este año mostró ser tranquila y además tener una convocatoria sin precedentes por la diversidad de voces presentes, y en especial, por la adhesión de estudiantes de universidades privadas y ciudadanos vinculados a otros sectores que marcharon junto a estudiantes y profesores. Ante la magnitud de esta manifestación vale la pena preguntarse ¿por qué defender la educación pública?
Argumento que la respuesta a esa pregunta tiene dos dimensiones. La primera, relacionada con un proyecto de sociedad justa capaz de superar la exclusión cultural, política y económica que se vive en Colombia, uno de los países más desiguales del mundo. En efecto, el circulo vicioso de la pobreza, que vivimos a diario como sociedad, puede ejemplificarse con una familia pobre que en el mejor de los casos está obligada a enviar a sus hijos a una escuela pobre, generalmente pública (pobre en tiempos de aprendizaje, pobre en infraestructura, con déficit de docentes, etc.), que como resultado reciben una educación de mala calidad en diversos ámbitos: cognitivo, emocional, relacional, etc. Con esa calidad educativa se enfrentan a múltiples obstáculos para aspirar a empleos cualificados que puedan ofrecer una remuneración económica alta y, por lo tanto, esa nueva generación está condenada a seguir siendo pobre en diversos sentidos y, seguramente, a repetir el ciclo.
Claro, no podemos ser ingenuos y creer que todo lo resuelve la educación, se necesitan otras condiciones sociales que complementen y fortalezcan los logros educativos. El ejemplo lo tenemos en España, en donde recientemente la generación más educada de su historia estuvo obligada a vivir con la pensión de sus padres pues no conseguía empleos estables. En definitiva, la inversión en educación pública es una apuesta de transformación social y, en consecuencia, es una apuesta política por la equidad en todos los factores en que incide la educación.
La segunda dimensión tiene relación con el poder que tiene la educación de anticipar el futuro como estrategia prospectiva. Esto, porque si queremos tener una sociedad más justa en 20 años, los niños y niñas que se están educando hoy en preescolar deberían estar recibiendo una educación pensada en esa sociedad que queremos. Luego, las demandas de estudiantes y profesores, aunque se centran en el funcionamiento de la educación superior pública, deben entenderse en un amplio espectro que incluya la educación básica, media y terciaria, porque se trata de resolver un problema de sociedad.
Así, el derecho a una educación pública de calidad no es optativo entre otras inversiones tales como armas, aumento de pie de fuerza militar o fumigaciones de cultivos ilícitos. La educación pública, la que podríamos recibir todos, es nuestra oportunidad para seguir existiendo como país. No olvidemos que hemos llegado hasta aquí, entre otras razones, por la inequidad rampante que excluyó en lo cultural, económico y político a grandes sectores de la población. Por tanto, esa memoria del conflicto debemos movilizarla para desestabilizar las naturalizaciones que entienden la educación como un gasto.
*Asesor en la Fundación Empresarios por la Educación, una organización de la sociedad civil que conecta sueños, proyectos, actores y recursos para contribuir al mejoramiento de la calidad educativa.