Garantizar la no repetición de los momentos más dolorosos de esa población chocoana es la promesa del acuerdo final que compromete a los firmantes, y con ellos al país que no puede convivir con las tragedias provocadas por el narcotráfico.
El 2020 ha iniciado para Colombia con agobiantes noticias sobre amenazas a la comunidad bojayaseña, el ataque del Eln a la Fuerza Aérea en Yopal, además de los asesinatos de cuatro líderes sociales y dos desmovilizados de las Farc. En este contexto de violencia, el exguerrillero Carlos Lozada reconoció que las disidencias de las Farc son los principales responsables de crímenes contra desmovilizados, que en 2019 ascendieron a 137. Entre tanto, voceros de los líderes y comunidades amenazados han denunciado que los grupos narcotraficantes (Eln, disidencias, Clan del Golfo y los que Insight Crime llama “Invisibles”) son los principales responsables de crímenes contra líderes sociales y amenazas a los territorios. En sus denuncias, estos sectores coinciden con los análisis del Gobierno Nacional sobre la violencia en el país.
Compartir el diagnóstico sobre el severo impacto del narcotráfico en la vida nacional es un paso de gran importancia para avanzar en el cuidado de la vida humana y los ecosistemas amenazados; brindar seguridad a las comunidades en riesgo, y propiciar que el Estado llegue a las poblaciones más vulnerables con ofertas para su desarrollo económico y social.
La acción razonable, poco costosa y menos dolorosa, para acabar con el narcotráfico es poner punto final a la guerra contra las drogas, despenalizando la cadena de producción, tráfico y consumo de drogas y concentrando todos los recursos en la pedagogía de la prevención y el autocuidado. No obstante ser la más razonable, esa opción está lejana, pues a quienes competería convencer a las autoridades mundiales de tal paso parecen haber renunciado a presentar sus argumentos en los foros públicos internacionales. En el consenso actual que privilegia la guerra antidrogas sobre otras opciones, a Colombia le corresponde enfrentar su realidad presente como país productor de drogas para el mundo y como nación consumidora.
Al tiempo que ha conseguido, no sin dificultades, el consenso sobre la responsabilidad del narcotráfico en nuestra violencia histórica, el país se ha puesto de acuerdo en reconocer el inusitado crecimiento de los cultivos ilícitos en el período 2014-2018, propiciado por los incentivos perversos a la siembra de coca consagrados en el acuerdo final con las Farc, que amparó a campesinos que la escogieron voluntariamente o lo hicieron presionados por los carteles narcotraficantes, tragedia que la Defensoría del Pueblo denunció en el documento Economías ilegales, actores armados y nuevos escenarios de riesgo en el posacuerdo, de septiembre de 2018. Además de incentivar la siembra con la promesa de generosos mecanismos de sustitución, el gobierno Santos escogió interpretar en su contra la sentencia de la Corte Constitucional sobre requisitos para la aspersión aérea con glifosato, renunciando a la que la ONG Insight Crime ha calificado, sin aceptarla, como la verdadera “arma de destrucción masiva” del primer eslabón de la cadena del narcotráfico.
En las condiciones actuales, la eliminación de los cultivos ilícitos es una acción irrenunciable que exige combinar y complementar la erradicación y sustitución voluntaria, en la que el Estado debe exigir a los beneficiarios el cumplimiento de sus obligaciones de sustitución y renuncia definitiva a actividades asociadas al narcotráfico en un lapso de tiempo determinado y sin amnistías futuras; la aspersión aérea de grandes extensiones y a predios cuyos propietarios se niegan a la sustitución, y la erradicación forzosa, que debe ser reservada para situaciones excepcionales, dado el alto riesgo para los responsables de la operación en zonas plagadas de minas antipersonal.
En su informe de 2018, la Defensoría del Pueblo lamenta la ausencia de políticas públicas para los corredores del narcotráfico, como Bojayá, el Catatumbo, el Pacífico sur, el Cauca, el Perijá (ver gráfico) donde se sufre con mayor intensidad la violencia desatada por las organizaciones narcotraficantes. Para el bloqueo a las rutas de circulación de la pasta de coca hacia los laboratorios o la cocaína a los mercados internacionales, que es la primera acción para proteger a las comunidades vulnerables, es preciso garantizar la amplia y continua presencia de la Fuerza Pública. El éxito en el bloqueo a las fuerzas ilegales propicia, además, que el Estado consolide su presencia y atención en regiones vulnerables.
Bojayá encarna la historia que Colombia no debería repetir. La del falseamiento de su historia y omisión de responsabilidades, como lo hacen las Farc frente al ataque contra la población albergada en el templo del pueblo, en mayo de 2001, y la de la amenaza persistente del Eln y el Clan del Golfo, que asechan sobre el río Atrato y sus brazos, corredor del narcotráfico. Garantizar la no repetición de los momentos más dolorosos de esa población chocoana es la promesa del acuerdo final que compromete a los firmantes, y con ellos al país que no puede convivir con las tragedias provocadas por el narcotráfico.