La historia oficial actual se comporta como si no hubiesen existido. Allí hay una brutal confusión, una injusticia que merece ser aclarada y corregida.
La historia es necesaria, y hay que defenderla. No es posible favorecer la coherencia y el equilibrio en la formación académica de un ciudadano si él mismo desconoce los antecedentes de su nacionalidad, los hechos que hicieron posible que hubiese nacido con una determinada condición en lo que toca a su propia familia, a su lengua, a su entorno geográfico, a sus coordenadas existenciales. Del mismo modo, en el proceso de la formación de un profesional, cualquiera que sea su área de interés y de especialización, no podría pasar de ser un tecnólogo en el campo respectivo si su bagaje de formación se limitara al cómo hacer, a los aspectos operativos de una habilidad concreta. Sería esta la capacitación de un tecnócrata, a lo sumo, el entrenamiento y programación de un robot, de una deshumanizada maquinaria. Una civilización compuesta por esta clase de operarios estaría destinada a paralizarse en su propia rigidez del presente, correría el grave peligro del totalitarismo. Si no hay historia, no hay real humanidad y praxis de democracia.
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En una inquietante obra literaria el pensador y ensayista George Steiner se refiere a unos sensibles aspectos de la educación. Insiste, como lo han hecho personalidades de la talla de Laín Entralgo y sir William Osler, en la necesidad de un conocimiento cabal de la historia. Citándolo textualmente (Lecciones de los maestros, Editorial Siruela, Barcelona 2011): “El conocimiento es transmisión. En el progreso, en la innovación, por radicales que sean, está presente el pasado”, y añade: “...la eliminación de la memoria en la escolarización actual es una desastrosa estupidez… …lo que sabemos de memoria madurará y se desarrollará en nosotros”.
No se debe descansar en la sana ponderación del cultivo del saber abarcador, que incluye el perfeccionamiento de capacidades de la memoria, herramienta necesaria para cualquier proceso reflexivo que apunte hacia la realidad en todas sus facetas: no sobrará el énfasis en la educación de la memoria. Erróneamente se ha dicho por ejemplo, que no importan fechas o determinados datos puntuales. Por supuesto que sí importan, mucho. Así es posible que quien estudia se ubique, tenga unos parámetros y coordenadas de referencia que le hagan verosímil su saber. Equívocos en estos detalles conducen a que quien cree saber algo se ancle en errores o en datos parciales e inexactos a partir de los cuales es bastante fácil que comience un deslizadero de prejuicios y de malas interpretaciones de hechos y realidades. La relativización y aniquilación de la historia con generalizaciones también cuestionables (una de ellas muy común y mediocre: “la historia la escriben los vencedores”, otra es la odiosa leyenda negra antiespañola) es magnífico caldo de cultivo para las cohortes de resentidos y de indolentes que creen en el nihilismo relativista, negando la posibilidad de la verdad -especialmente la de los otros, no la suya propia- pues no vacilan en admitir como cierto lo que enuncian como imaginario y cómodo criterio de independencia-: “es que no hay verdad”.
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Saber a qué atenernos, visualizar de dónde venimos, hacia donde vamos… Cuáles han sido los errores y aciertos de nuestros antecesores, promueve una visión crítica que favorecería la vida en paz y en comunidad creadora. De lo contrario, permitimos que los activistas ideológicos, especialmente de la izquierda de moda, impongan como hechos históricos lo que apenas son algunos de sus modelos estratégicos de acción. Son capaces de que las nuevas generaciones de colombianos lleguen a imaginar que sean verídicas esas versiones de la historia que pretenden convertir en héroes a determinados paradigmas falaces, ocultando selectivamente e ignorando a quienes de modo callado, eficiente, constante, han sido los generadores de la historia ascendente de Colombia. ¿Por qué no se habla de Marco Fidel Suárez, por qué se oculta a Mariano Ospina Pérez? ¿Por qué no respetamos como se lo merecen, a Jiménez de Quesada, a José Celestino Mutis, a Núñez? ¿Por qué se ignora la tarea reflexiva de Nicolás Gómez Dávila? La historia oficial actual se comporta como si no hubiesen existido. Allí hay una brutal confusión, una injusticia que merece ser aclarada y corregida. De no hacerlo, las gentes son conducidas a un atolladero: fácilmente se comportan como idiotas útiles al servicio de los oscuros intereses de terceros.