La cuadra del cementerio muerto

Autor: Reinaldo Spitaletta
3 agosto de 2019 - 12:42 PM

Corretear por los dominios de las bóvedas, mirar huesos dispersos, toparse con la risa eterna de una calavera era parte de un ritual de atardeceres y, de vez en cuando, de la lúgubre noche en el viejo cementerio de Nazaret.

Medellín

(Cuando los días aún tenían la imaginativa sencillez de la infancia)

Tenía una particularidad: no era una cuadra, sino tres. Tres en una. Muy cerca había un cementerio que, cuando llegamos a vivir por esos lugares, ya estaba en decadencia. Los entierros eran pocos, casi ninguno, y la “sacada” de restos, mucha. Había tumbas abandonadas y el deterioro se tragaba los pabellones. Había cruces caídas, nombres borrosos, lápidas quebradas… pero, en medio de aquella ruina, apareció para nosotros los muchachos del vecindario un espacio de juegos macabros.

Corretear por los dominios de las bóvedas, mirar huesos dispersos, toparse con la risa eterna de una calavera era parte de un ritual de atardeceres y, de vez en cuando, de la lúgubre noche en el viejo cementerio de Nazaret. Lindaba con una iglesia, la de la Preciosa Sangre, y con una escuela, del mismo nombre. Un día presenciamos la extracción de una momia, de pelo blanco muy largo, mientras el sepulturero (que cumplía una labor a la inversa) la macheteaba para dejarla lista y a la medida. Había que introducir los despojos a un cajoncito.

A las señoras de los alrededores les parecía insólito que un camposanto fuera asaltado (palabra de alguna de ellas) por pelados perniciosos (según varias de ellas) que sólo estaban por profanar la paz de los difuntos. El cementerio en todo caso estaba más muerto que sus muertos y su aspecto triste era como un lamento de fantasmas. Mucho tiempo después leí un relato brevísimo de Ray Bradbury sobre un rumor, lamento tristón que surgía de las tumbas y se esparcía por la soledad dolorosa de un cementerio, y recordé aquellas jornadas de la breve infancia.

Hacia abajo, la calle 51 tenía un lado del cementerio, la iglesia, una escuela y, en otra esquina, la tienda de don Antonio. Hacia arriba, con casas grandes a lado y lado, en la que sobresalía la de los Llano, se interrumpía por un “burro” (aguas negras corrientes en medio de una manga) y volvía a conectarse con más casas. Por allí estaban los Villa, que jugaban bien a la pelota, y misia Toña, una señora de mucha edad (o así nos parecía, porque cuando se es un muchacho los que tienen 30 o 40 años ya son muy viejos. Ella tenía más) y hacia arriba de mi casa una muchacha a la que mamá y papá le decían la boca’emojarra.

Eran los muchachos de por ahí todos futboleros. O casi todos. Tenían por supuesto sobrenombres. Al frente de mi casa, que era alargada, con un pequeño recibidor a modo de antejardín sin matas,  con solar que daba a un baldío, vivían Tonina, Jaimín y otro del que ya no recuerdo su apodo. Al lado de estos, Misaca, y más arriba Canana y el Pájaro. A uno, de la vuelta, le decíamos Lobatón (se llamaba Alfonso) y a otro, de más arriba, Cocho. También había uno de apellido Guisao y otro Múnera. Entonces éramos unos “culicagados” (trato muy familiar que utilizaban las tías) que oscilábamos entre los diez y los doce años. Los de más edad, no eran de nuestros afectos ni de la gallada.

Abundaban en los alrededores canchas al natural. Junto a la quebrada del Hato, después de un rodadero, se llegaba a la Manga del Búcaro (así la bautizamos, porque había un enorme búcaro y un charco con el mismo nombre), donde hubo partidos históricos que no registró ninguna crónica  ni constó en papel sellado alguno. Sólo se quedaron en la frágil memoria, con sus gambetas, griterías, amagues de bronca y los goles. Había otras, en inmediaciones, con sus porterías de piedras y sus desniveles. 

Lea también: Trenes de muerte y libertad 

Eran los días en que había “robagallinas”, “saltamuros”, “brincatapias” y otras agilidades propias de ladrones domésticos; aunque también estábamos los que después de un picado íbamos a fincas cercanas, a asaltar palos de mango y naranja. La cuadra, en cuanto al suelo, era destapada. El pavimento llegaba hasta la iglesia, de ahí hacia arriba, gravilla y tierra. No era apta para ciclas y, menos aún, para jugar partidos callejeros. No se requería porque “estadios” era los que sobraban en derredor. 

La cuadra prolongada tenía diferencias no tan sociales, pero sí. Por donde estaban los Llano habitaban los de cierta alcurnia, porque eran trabajadores de textileras o porque eran profesores, algunos, creo, de universidad. Los de más arriba, era una diversidad: estudiantes, obreros, amas de casa, modistas. En casa, de la que una vez tuve que escalar el muro del solar y lanzarme al exterior, en una fuga del cinturón materno, hubo un gato rubio que no sé de dónde llegó. Pasaba bueno porque no faltaban las ratas. Y también una perra criolla, ocasional, llamada Sultana. Era amarilla clara y tenía, además, otra casa, muy lejos de la nuestra. Se turnaba. Y a veces llegaba a medianoche y había que abrirle a las cinco o seis de la mañana para que tornara a su otro hogar.

Eran días de la Nueva Ola y —como lo supe después— de los Beatles. Una noche, en que había una velada en la escuela y para entrar había que pagar, varios nos atravesamos por el cementerio y nos colamos. Un cantante de vestuario colorido estaba interpretando a Mickey Mouse, sobre un tipo que tenía cara de ratón y se conquistaba a todas las chicas. Era una movida canción que daba ganas de bailar. Correteamos entre el público y luego nos salimos. Era sólo por demostrar que nada se interponía ante una camada de muchachos que solían jugar con calaveras, tibias y peronés. 

En aquella cuadra solo pasé un diciembre. Lo habitual eran los globos, que poblaban los cielos y en su caída todos íbamos a despedazarlos. No se usaban afuera ornamentos ni bombillitos. Los regalos de navidad, aparte de los tradicionales carros —de cuerda, de madera, de lata— y pistolas de plástico o de fuegos de artificio, eran los aviones y los balones de vejiga. Cuando habíamos acumulado quereres por aquel paisaje, nos marchamos a otro barrio.

Atrás quedó el cementerio, que tiempo después fue clausurado. Y el viento frío de las noches en que, entre bóvedas y cruces desmirriadas, jugábamos a los fantasmas y la resurrección de los muertos. Advinieron otras calles, otros muchachos, otras distracciones y no volvimos a saber de misiá Toña ni de aquellos pelados con los que cantamos goles y nos reíamos de la osamenta de aquella “ciudad de los acostados”. Éramos los inmortales. 

Ah, don Antonio, el tendero, una vez se equivocó en la devuelta de un billete de cien y me dio más de la cuenta. Con esa “ganancia ocasional” compré un balón de cascos negros. No sé si su destino final fue el irse quebrada abajo o perecer, roto y descosido, tras partidos de casi todo el día y todos los días. En el cementerio no encontramos dientes de oro, pero sí prótesis plateadas. Sí, parece que aquella cuadra, alargada a la fuerza por los recuerdos, tenía su encanto.

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