Se regresa, o se despierta más bien ese conservadurismo que dormita en el alma Rusa y distingue desde siempre a su sociedad
Lo acaecido en Rusia por estos días no fue nada inesperado ni el brusco viraje que deslumbró a ciertos analistas que suelen mirar la superficie de los sucesos desprendiéndolos del hilo conductor que los ata al pasado, les traza su curso y les da una filiación o identidad. Al respecto hay que decir que toda nación es en el fondo lo que su pasado dicta. Por eso la Rusia de hoy en el fondo se parece tanto y casi resulta igual a la de los siglos más remotos que quepa evocar, remitiéndola a la de Iván el terrible y Pedro el Grande, figuras emblemáticas que por su actuación, su estilo y su voracidad territorial en parte sirven para dilucidar las tendencias que ahora afloran en Moscú: la autocracia que renace, la vuelta a la vieja tradición, la propensión a expandirse a costa de los vecinos, como el imperio proverbial de otrora, el de los zares y el reciente de Stalin. Así disfracen a este último de democracia, con su parlamento (la vieja Duma reeditada e igual de obediente), sus elecciones amañadas y los rituales plebiscitos previsibles donde la burocracia de todos los niveles prefabrica una mayoría que siempre sobrepasa las dos terceras partes de los sufragantes, para que no se cuestione la legitimidad del régimen confirmado o restaurado.
Pero además del antiguo absolutismo que revive rescatado del pasado, se regresa, o se despierta más bien ese conservadurismo que dormita en el alma rusa y distingue desde siempre a su sociedad. El apego a los usos, costumbres y modos de antes. Por ejemplo, la alianza, o fusión virtual del Estado y la religión (en este caso la iglesia ortodoxa rusa, más conservadora y autoritaria que su pariente medioeval la católica de donde proviene, o que la protestante). Estoy aludiendo a la invocación expresa que trae la nueva Constitución de marras a Dios y la vigencia proclamada del matrimonio solo entre hombre y mujer proscribiendo los que hoy se admiten en tantos países del mundo civilizados entre personas del mismo sexo.
La religión ortodoxa rusa, producto de un cisma memorable por su dimensión y turbulencia, está asociada y es inseparable de Rusia desde hace largos siglos. Impregna toda su vida, y explica la índole y el carácter peculiares de tal país, que emergió como un imperio que pocos se atrevieron nunca a cuestionar, con resultado fatal cuando lo hicieron (recuérdese a Hitler y Napoleón). Su arte y en particular su literatura, ya legendaria, es un reflejo de su alma atormentada y a la vez festiva.
Putin encarna como nadie la vivificación de una cultura que nunca pudo suplantarse o contaminarse, ni siquiera en ese largo interregno de siete décadas en que el marxismo ateo, omnisciente y hegemónico se enseñoreó de Rusia. El mismo marxismo que hubo de aparearse en parte al dogmatismo cerrado y excluyente de la citada Iglesia para poder regir a la sociedad por tanto tiempo como pudo, nada menos que tres generaciones. Por algo en su praxis política y en su militancia cotidiana instintivamente el partido comunista de allá obraba como una religión, o más exactamente como una Iglesia, con sus dogmas intocables, la severa disciplina, los castigos, autocriticas o confesiones, y las inefables purgas equivalentes a las excomuniones acostumbradas otrora con la anuencia del Vaticano. ¿Habrá alguien más parecido a un patriarca ortodoxo o a un jerarca católico (obispo o cardenal) que un miembro del politburó soviético? . Tras estas notas en próxima ocasión hablaremos de Putin como personaje.