En 2018 se logró detener el aumento de los cultivos, pero estos representan el 69 % de la coca sembrada en el planeta. Y pensar que solo aportamos el 8,5 % de la producción mundial de café.
No es capcioso preguntarse qué vale una vida en Colombia, aunque mucho ha cambiado el panorama desde esos tiempos —en los noventa y los primeros años del nuevo milenio— en que el número de asesinatos rondaba los 30.000 anuales, hasta que el presidente Uribe redujo esa cifra a la mitad con su política de seguridad democrática.
Por ejemplo, en el gobierno de César Gaviria (1990-94), Medellín era la ciudad más violenta del mundo con casi 7.000 asesinatos en 1991, una tasa de más de 300 homicidios por cada 100.000 habitantes. Hoy, la ciudad ronda los 700 anuales y nos siguen pareciendo demasiados —uno es mucho, valga decirlo— porque olvidamos de dónde venimos.
Por eso no deja de ser una mala noticia que la tasa de homicidios haya aumentado por primera vez en diez años. Según Medicina Legal, los homicidios en el país se incrementaron en 757 casos, pasando de 11.737 en 2017 a 12.130 en 2018, lo que constituye un aumento del 6,7%, según el reporte Forensis 2018, que apenas acaba de ser publicado, medio año después.
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Como fuere, para las autoridades hay indicios que dan pistas sobre la reactivación del conflicto armado en el país por parte de nuevos y viejos grupos armados, incluyendo las disidencias de las Farc, que están dándole una nueva dinámica a la violencia en Colombia. Y es que al analizar los departamentos con la mayor tasa de homicidios en 2018 [Arauca (59,10 por cada 100.000), Valle del Cauca (47,81), Putumayo (46,53) Caquetá (41,51) y Norte de Santander (39,17)], puede advertirse que se trata de regiones donde hay fuertes disputas por el narcotráfico entre varias organizaciones delictivas.
Este aumento, que puede parecer incipiente, se da en el marco de una gran polémica por el incremento de asesinatos de personas catalogadas como «líderes sociales» desde que se suscribió el acuerdo con las Farc a finales del 2016. Pero es que antes de esa fecha no se solía ponerles semejante etiqueta a personas que por su activismo podrían clasificar en esa condición, en tanto que después de la firma se ha abusado de esa categorización y se ha rotulado a muchas personas sin rigor alguno, solo porque solían asistir a las reuniones de una junta de acción comunal o solicitaron alguna ayuda gubernamental.
De hecho, a la mayoría de reinsertados de las Farc que han sido asesinados (133 a 22 de junio, según las mismas Farc) se les ha incluido en esa tipificación, lo que constituye un verdadero insulto a las personas que realmente trabajan por sus comunidades. Un delincuente indultado, cuyos crímenes están impunes, sigue siendo un bandido y cualquier liderazgo que pretenda ostentar es espurio. Y si bien todo crimen es execrable, los guerrilleros dejaron enemigos por todas partes, inclusive en sus propias filas. Muchos han sido asesinados por las mal llamadas disidencias de las Farc, y muchos verdaderos «líderes sociales» han sido asesinados por razones ajenas a su activismo político, hasta por líos de faldas.
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Pero lo más paradójico es que un amplio número de ellos han sido asesinados por la coca, a manos de organizaciones violentas como las Farc que se oponen a la sustitución de los cultivos ilícitos. Esta es hoy la principal fuente de violencia en el país, y las nuevas mediciones tampoco son para alegrarse. Mientras la Casa Blanca afirma que el área sembrada tuvo una despreciable disminución de 209.000 a 208.000 hectáreas en 2018, la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por su sigla en inglés), dice que de las 213.000 hectáreas sembradas con coca en el planeta, el 69% está en Colombia (146.970), lo que constituye un monopolio tenebroso. ¡Y pensar que en 2018 solo aportamos el 8,5% de la producción mundial de café!
Y la paradoja radica en que quienes más se oponen a la aspersión de los cultivos de coca con glifosato son los que más escándalo hacen por los asesinatos de «líderes sociales», que son abominables, pero no son los únicos crímenes que se cometen en Colombia. Sin duda, no se trata de un clamor auténtico, sino de una algarabía con intereses políticos de un oportunismo infame. Pero, además, ninguno de quienes se oponen ha logrado explicar por qué el glifosato es cancerígeno si se usa para asperjar coca y no lo es para fumigar todo lo que ponemos en nuestras mesas. Baste decir que, «según el Ministerio de Agricultura, de los casi 10 millones de litros de glifosato que se utilizaron en el país en 2013, solo 450.000 se destinaron a las aspersiones contra los sembrados de coca» (Glifosato, ¿malo para la coca y bueno para la comida?, Semana Sostenible, 2015/06/03). No sigamos jugando a la patria boba, ni le hagamos el juego a la fundación de George Soros, que exalta la industrialización de la coca como el camino de desarrollo y paz para Colombia.