¿Qué sería entonces de una ciudad donde la violencia y el avance de las ruinas van destruyendo la topografía de los afectos, la ciudad de los niños, los lugares y los recorridos consagrados?
En el confinamiento hemos sido abocados a compartir una cotidianidad enfrentando a los demás ya que cada miembro de la familia ha creado su propio uso del tiempo, su propio uso de los espacios de la casa, los niños que salían temprano al colegio, el padre que regresaba tarde y apenas fugazmente los fines de semana podía la familia coincidir, intercambiar palabras, dejar de ser los fantasmas que habían sido, para entrar de nuevo el lunes en la implacable dominación de un horario inhumano, cerrando los ojos ante lo que puede suceder en una ciudad que se ha precipitado en el caos, y donde nadie está seguro de nada, ni siquiera de regresar a casa. En un vértigo de accidentes, atracos, hordas de mendigos, niños perdidos, ruinas de edificios abandonados las imágenes no pueden tener continuidad alguna, fracturadas, machacadas sólo permiten que tengamos una visión histérica y transitoria de la ciudad. De esto nos estamos dando cuenta. Como no hay planeación alguna de los territorios todo ha quedado en suspenso o listo para ser arrasado por el viento compulsivo de la incesante violencia de todos los días, de manera que ninguna ley parece oponerse a este asalto de la fealdad, de la mugre, de los burdeles disfrazados, del licor adulterado, ya que este puñetazo visual es la certificación de la destrucción urbana, del haber llegado a ser una versión más – Tijuana, Sinaloa- del escenario de las Sin City tal como genialmente las describen Frank Miller, el Nolan del mejor Batman. ¿No estaba sometida la ciudad a vivir bajo un manto de goteante grisura donde las mortecinas luces de los barrios en las laderas de las montañas semejan la niebla de nuestra propia versión de esas urbes en ruina en las ficciones de Ballard donde presuntuosos edificios levantados a nombre de un afrentoso despilfarro van a entrar también gracias a una crisis brutal de la economía en una ruina adelantada? ¿Cuántos cadáveres se recogen en las calles cada mañana? Entre las tinieblas de las callejuelas se disimulan los más sanguinarios enemigos en una ciudad que ha perdido su Centro, su pasado humano y ahora está sometida a las fuerzas del Mal. La parábola implícita en esas distopías brota de la comprobación de que este proceso de degradación urbana donde la delincuencia termina por apoderarse de los escenarios de la ciudad, solamente la ficción puede hacérnosla ver con sus relatos para que comprendamos en su verdadera dimensión lo que supone el peligro de abandonar a los ciudadanos cuando aún es tiempo de reaccionar. ¿Y los llevados a la ruina económica? ¿Y los que han quedado perturbados mentalmente?
¿Qué sería entonces de una ciudad donde la violencia y el avance de las ruinas van destruyendo la topografía de los afectos, la ciudad de los niños, los lugares y los recorridos consagrados ya que a pesar de este intermedio de aparente expectativa impuesto por la pandemia la ciudad sigue siendo víctima de las nuevas violencias y está desapareciendo como ciudad, víctima de un conflicto por los nuevos usos del suelo hasta llegar a ser lo que el antropólogo Marc Augé llama un No Lugar, es decir uno de esos espacios sin significado que aparecen en las ciudades modernas: ni en un puente peatonal, ni en un aeropuerto, ni en un centro comercial, ni en una vía rápida podrían los ciudadanos(as) detenerse y crear un lugar de encuentro ya que estos son espacios transitivos y ni siquiera en ellos es posible un saludo fugaz porque la ciudad ha desaparecido.