Entre la población prevalecen ideas distorsionadas sobre sobre la salud mental, alimentadas por ignorancia y preconceptos. En la escuela o el hogar las dificultades de los jóvenes se manejan como problemas de disciplina y se resuelven a punta de sentido común o castigo.
La Organización Mundial de la Salud repite, aunque con sabor a discurso en el desierto, que sin salud mental no hay salud y, con voz cada vez más alta, la reclama con prioridad para niños y jóvenes. Si para la población adulta es precaria cuando no inexistente, ni se diga para los menores de edad y menos si se trata de integrantes de familias vulnerables y excluidas. Nada hay a este respecto en los barrios marginales o comunidades indígenas y campesinas de nuestros países para quienes “el cuidado del alma” es una suerte de lujo inalcanzable.
Acosada por prejuicios de diversa índole, la salud mental es la cenicienta de la salud pública. Aunque las instituciones estatales reconocen formalmente su importancia, son exiguos los recursos que le asignan. Antes está la atención de las dolencias físicas que cualquier asunto de índole emocional.
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En el mundo, según estudios epidemiológicos, entre 10 y 15% de niños y adolescentes tienen trastornos mentales y de comportamiento, cifras que se mantienen para nuestra región, pese a lo cual, poca o ninguna atención reciben de parte del Estado. Tal falta de atención se refleja también en el escaso conocimiento sobre la salud mental de los más jóvenes.
En octubre de 2019 el entonces ministro de Salud Juan Pablo Uribe presentó la nueva Política Nacional de Salud Mental destinada a promoverla “como un derecho individual, familiar y colectivo” argumentando que surgía como respuesta “al hecho que la depresión sea la segunda causa de enfermedad” y al incremento en las tasas de suicidio que entre 2013 y 2016 pasó de 4,4 a 5,07 por 100,000 habitantes, mientras el intento de suicidio de 36.1 a 52,4 por 100,000 habitantes en 2017. Desde luego, no faltó la referencia al aumento en el consumo de sustancias psicoactivas.
Los componentes en que se basa la política incluyen generalidades como la “promoción de la convivencia y la salud mental en los entornos” y la “prevención de los problemas y trastornos mentales” que, confrontadas con la realidad de un país tan diverso y desigual como Colombia, muestra la abismal distancia entre sus propósitos y las posibilidades de implementación efectiva.
Niños y jóvenes aparecen cuando se trata de desórdenes mentales o conductas de riesgo. Ninguna mención al compromiso colombiano de ser signatario de la Convención de los Derechos del Niño y contar con un Código de la Infancia y la Adolescencia que, desde su primer artículo se compromete a garantizar el pleno y armonioso desarrollo de niños, niñas y adolescentes.
Medellín, por su parte, aprobó en noviembre de 2018, su propia política de salud mental y, al igual que la nacional, está cargada de buenas intenciones, aunque escasa en medios económicos y recursos humanos y técnicos para su ejecución. Nada indica que la niñez y juventud tendrán atención efectiva y preferente.
Entre la población prevalecen ideas distorsionadas sobre sobre la salud mental, alimentadas por ignorancia y preconceptos. En la escuela o el hogar las dificultades de los jóvenes se manejan como problemas de disciplina y se resuelven a punta de sentido común o castigo. Si un joven protagoniza un hecho violento, la explicación oficial es que tenía problemas emocionales y punto. Nadie hizo nada para prevenirlo y todo seguirá como siempre.
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Más allá de los vericuetos de las políticas de salud mental, altamente influidas por enfoques psiquiátricos y constantemente alentadas por la gravedad del suicidio o las adicciones, está la realidad de millones de padres sin conocimientos ni herramientas para acompañar el desarrollo de sus hijos construyendo relaciones empáticas y aportando a su salud emocional futura. Figuras paternas, además, con bajo nivel educativo y escaso reconocimiento del valor y trascendencia de los vínculos humanos. Menos aún en la sociedad de hoy, donde los retos se multiplican, la vida diaria se hace más compleja y las relaciones entre padres e hijos aumentan en dificultad. Enorme contradicción, ahora que se cuenta con niveles de conocimiento sin precedentes sobre la mente humana, aunados a desarrollos tecnológicos que multiplican las capacidades para afrontar problemas como los que nos ocupan.
Las políticas de salud mental serán sólo saludos a la bandera si siguen como están: franciscanas financieramente y pobres en capacidad de respuesta. Sus prioridades deben ser revisadas con urgencia, ubicando a la niñez y la juventud en el lugar prevalente que reclaman.