La banalidad del mal: ¿una costumbre?
La pérdida del discernimiento de lo bueno y lo malo es el máximo nivel de disolución moral a que desciende el ser humano libre. Cuando ello sucede en sus procesos de decisión-acción se ocultan los puntos de referencia y da lo mismo llegar a A, a B o a C: no hay brújula, no hay norte, no hay criterio; por ello, no hay metas.
La pérdida del discernimiento de lo bueno y lo malo es el máximo nivel de disolución moral a que desciende el ser humano libre. Cuando ello sucede en sus procesos de decisión-acción se ocultan los puntos de referencia y da lo mismo llegar a A, a B o a C: no hay brújula, no hay norte, no hay criterio; por ello, no hay metas. Con frecuencia entonces, se dice: “todo vale”, “no hay verdad”, “cada quien tiene sus propios criterios, y todos son respetables”, “somos pluralistas: queremos resultados, como sea?“ y toda clase de expresiones que evitan el compromiso, tan frecuentes incluso en la conversación doméstica o en el simple café en medio de la charla ocasional. El relativismo ético es el certificado de defunción de la razón, la imposición de dogmas no racionales y la habilidosa confusión entre intereses y convicciones. La relativización del valor moral termina en la imposición de la fuerza y la brutalidad como lo bueno, y a la colisión de medios con fines, dando lugar a la práctica del maquiavelismo del cual abundan ejemplos. Los actos se miden en términos de resultados, de eficiencia, de objetivos logrados, desestimándose los medios utilizados, los cuales en no pocas ocasiones hacen burla de las nociones de respeto, honestidad y decencia. Esta dolorosa constatación no se limita a la práctica de la política: vale también para lo que se presenta como usual o normal en la actividad privada: “es que todos lo hacen”.
Hay que recordar la obra de Hanna Arendt (1906-1975): “Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal”. La pensadora acertadamente señala la grave ceguera moral de un criminal cuyo quehacer se limitaba al cumplimiento acrítico de órdenes de carácter ejecutivo en una gigantesca maquinaria de despersonalización y eficiencia: el III Reich. Aquél sujeto, Eichmann, encargado de la logística y funcionamiento del transporte masivo hacia los campos afirmaba: “jamás he matado a un ser humano”. Su tarea, obedeciendo eficazmente a las órdenes de sus superiores, era hacer mover la maquinaria, concretamente los trenes que llevaban a la muchedumbre a los campos de concentración y exterminio. Estas misiones eran llamadas “evacuación”, “transporte especial”, “reasentamiento”. En aquel histórico engaño de carácter gerencial no cabía el verbo real: matar. El funcionario y tecnócrata, eficiente y dócil, no ve lo que no quiere ver.
Ahora se habla de “ive” (“interrupción voluntaria del embarazo”), “muerte digna”, “diagnóstico prenatal no invasivo”, “derecho de la mujer sobre su cuerpo”. No se suelen mencionar los verdaderos conceptos: aborto inducido, eutanasia, eugenesia, aniquilación del fundamento antropológico de la conducta sexual humana. El eufemismo, al igual que en la terminología usada por el funcionario nazi, disfraza el real contenido de la acción concebida y ejecutada con el fin de aniquilar impunemente al inocente. Con la relativización del norte moral los atropellos contra la dignidad del ser humano toman unas dimensiones que fueron difíciles de imaginar a mediados del siglo XX, aún en medio de las hecatombes.
Arendt cuestiona severamente la metodología jurídica del proceso a Eichmann, con sólidas razones. Se actuó de modo arbitrario e injusto. Pero la escritora acertadamente hace énfasis en el problema del oscurecimiento de la capacidad de diferenciar lo malo de lo bueno con su expresión; la práctica sistemática del mal hace que quien lo ejecuta repetidamente lo convierta en algo banal, algo que se omite. Se acostumbra el mal y se le termina denominando bien. La mentira entonces se impone. Una reflexión que es oportuna hoy y que abarca los dos campos: la actividad pública, política y la actividad privada.