En el relativismo se niega el absoluto, se disuelve la fundamentación de toda norma y patrón, y se impone la cómoda y falsa idea de la indeterminación de la verdad
También en la época de la “post-verdad” se puede demostrar racionalmente la condición cierta, verdadera, de un dato: muchos no saben a qué atenerse, y simplemente, actúan sin criterio fijo, sin defender un sustento teórico que justifique racionalmente su acción. No importa –parecen pensarlo- diferenciar lo bueno de lo malo, o justo de lo injusto, lo bello de lo feo, lo verdadero de lo falso. En un panorama de disolución de la capacidad de pensar y de comprometerse con una convicción, simplemente basta con pasar por la vida según se vayan presentando las circunstancias. Habrá una respuesta particular para cada escenario: volubilidad, adaptación y oportunismo se imponen como norma de acción. Importan los resultados a que se llega, no los medios que se usen. Como todo parece ser relativo, se actúa según lo dicten la oportunidad y el interés individual que prevalezcan en determinado momento. En el reino del relativismo a cualquiera se le ocurre afirmar que no hay verdad, sobre todo cuando se tocan temas de la moralidad de las actuaciones de los seres humanos. Como muchos opinan, entonces no parece haber criterios fundantes, normas objetivas del buen actuar; apenas hay “opiniones”, a lo sumo, voluntades de mayorías; el “todo vale” sí parece ser norma, paradójica situación. La tolerancia ilimitada y mediocre –condescendencia con el mal- se confunde con pluralismo.
El economista y pensador E. F. Schumacher, en un memorable capítulo de su libro Lo pequeño es hermoso (El mayor recurso: la educación) menciona el problema del relativismo y su efecto de disolución de toda norma o patrón, con fatales consecuencias para el proceso de la educación. Para este autor, la negación de la metafísica y de la gran tradición griega y cristiana de occidente, se ha convertido en la causa de una asombrosa desorientación que afecta de modo extendido a la humanidad en su siglo, el XX. De tan poco nutritivo plato naturalmente, aún nos alimentamos en la actualidad. No podemos dejar de ver la miseria ética de la cual hablan diariamente los innumerables titulares de prensa: violencia, injusticia, superficialidad, hedonismo, consumismo, degradación de lo humano en todos los escenarios.
En el relativismo se niega el absoluto, se disuelve la fundamentación de toda norma y patrón, y se impone la cómoda y falsa idea de la indeterminación de la verdad. Cuando el relativismo se siembra en mentes cuyo proceso de formación moral y académica ha tenido carencia de buenos ejemplos existenciales, apenas se llega a obtener sujetos adiestrados, no educados. Tecnócratas, operarios de sistemas masivos de producción, funcionarios más o menos ávidos por el poder y el éxito personal rápido, pero no individuos capaces de elaborar un criterio racional que trascienda la mentalidad algorítmica que pareciera ser objetivo de sus procesos de entrenamiento. El adiestramiento no es educación. La adquisición de habilidades concretas es un logro, pero no el último, de la educación. Se imponen como actitudes la ausencia de profundidad, la evasión de la metafísica, la brutal obligatoriedad del positivismo que reduce la realidad a lo que se puede pesar y medir.
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Sólo queda la posibilidad de orientar la actividad humana hacia el bien, valor que es discernible por medio del ejercicio de la inteligencia y la voluntad. Hay que esforzarse por lo bueno. Dar mucho de cada quien para aproximarse a lo bueno, tener interés en ello. Esto exige creer en lo cierto, tener piso firme para el ejercicio de la acción coherente con la virtud, con el amor, la templanza y la prudencia. Si no se basa el proceso de la formación humana en la verdad lo único que queda es el cinismo, la impertinencia, y algo particularmente aterrador y deshumanizante: la imposición de la voluntad del más fuerte sobre el débil. Lo que es propio del cinismo y la mediocridad de quienes se creen idóneos para afirmar que no hay verdad, como si tal afirmación fuera cierta.