Crónica con fábricas muertas, el puente de “Brooklyn” y la quebrada Santa Elena.
La Toma, un sector histórico de Medellín, cuyo nombre se remonta a los días coloniales del visitador regio Juan Antonio Mon y Velarde, era una calle-barrio, entre Boston y Buenos Aires, con fábrica textilera, bares de tango y porro, casas de citas, “jíbaros” en la Vuelta de Guayabal y un puente que, remozado por un arquitecto belga, después, en los sesentas y setentas, tomó el nombre de Brooklyn.
Cuando todavía estaba la fábrica de Coltejer, fundada en 1907, por la estrecha calle de Ricaurte o la 51, como una prolongación de La Playa, en La Toma había obras de teatro presentadas durante festivales regionales. Y por ahí mismo, a fines de los setentas, los habitantes del sector y otros pudieron ver a Bernardo Ángel y su Barca de los Locos con El Cristo y la Monja. La Toma, de la que aparecen pinceladas innombradas en la novela La mujer de cuatro en conducta, de Jaime Sanín Echeverri, fue un centro de bohemias obreras y camajanes de cartel.
Diseñada en parte por la emblemática quebrada Santa Elena, o de Aná, como se llamaba antes, La Toma tuvo pasajes con inquilinatos y casas de bahareque y tapia. Hubo fachadas republicanas y bares con música porteña, como El Torrente, la Copa de Oro, el Monterrey y el Barcelona. Y en alguna noche de comienzos de 1991, cuando ya Coltefábrica había entrado en decadencia, asesinos fusilaron contra un muro a seis muchachos.
Por La Toma, cuna de futbolistas de prosapia (Rodrigo Ospina, Jaime Salazar, Néstor Herrera, Totó Hernández y tantos otros), se bailaban porro y tango; olía a algodón crudo, también a marihuana; los diciembres la calle se adornaba de festones de papel globo; y se escuchaban los sonidos de telares y calderas. El paisaje tenía chimeneas, algún tejar, y, más que todo, banderas del DIM.
La Toma, parte del antiguo barrio Quebrada Arriba, está signada por la corriente perpetua de la Santa Elena, cuyas aguas sirvieron como pila bautismal de una franja que comenzó a desaparecer con la construcción, a fines de la primera década de este siglo, del parque Bicentenario y la Casa de la Memoria. Ya Coltefábrica se había extinguido y, en su lugar, se construyó la urbanización Villas del Telar (y otras más tarde).
Un barrio no lo determinan ni Planeación ni las oficinas de catastro y cobro de prediales, sino la cultura, las costumbres, los ejercicios cotidianos de afecto y unas pequeñas transacciones. Y La Toma fue (aunque algo queda todavía) un barrio, que tuvo sus manifestaciones de resistencia cuando desde lo oficial, con Esmad incluido, quisieron vulnerar los derechos de sus habitantes a la memoria, al territorio, a la casa como parte del patrimonio cultural de cada ciudadano.
Por Ricaurte, una calle larga y de estrechuras, con aceras muy pequeñas, subieron (todavía lo hacen) los buses de Caycedo-La Toma. Y transitaron obreros de la extinta factoría. Y en días nefastos de la ciudad, no faltaron los pistoleros, ni los muchachos armados de “changón” ni los ventorrillos de vicio. Había talleres de mecánica y tiendas de poco surtido. Y en el Gran Combo, un bar de esquina, junto al famoso puente, la salsa, el porro y los tangos se juntaron con la hinchada del Poderoso DIM y sus pocas celebraciones.
El puente de La Toma, al que el arquitecto Agustín Goovaerts le hizo remodelaciones, se llamó a partir de los setentas el puente de Brooklyn, lo que podría ser una suerte de caricatura, no solo por la historia y las dimensiones del original de Nueva York, cuya construcción e inauguración fue narrada, entre otros, por el cubano José Martí, sino por la cortedad del criollo: ocho metros de longitud.
El paradojal nombre se lo “chantaron” los patos de esquina, vagos y sin oficio conocido, que, de pronto, aparecieron “tapados” de plata. Los capos los ponían de “mulas”, a que llevaran cocaína a los Estados Unidos en maletas de doble fondo o entre las suelas y tacones de los zapatos. Volvían de su aventura delictiva cargados de billetes y de discos de la Fania All-Stars. Tornaban al puente de sus nostalgias y entonces lo comenzaron a llamar con el nombre del que habían visto y paseado en Nueva York.
La Toma, cantada por cronistas y poetas, también fue objeto de curiosidad para el escritor Tomás Carrasquilla, que narra asuntos de la zona aledaña al puente, entonces llamada La Canguereja, y que, por el otro lado de la quebrada, limita con el Hoyo de Doña Rafaela (Ña Rafaela o también Misiá Rafaela). El actor y dramaturgo Ruderico Salazar, deL Pequeño Teatro, escribió la obra El padre y unas historias del puente de La Toma.
La Vuelta de Guayabal, donde hace años estuvo el bar Agua Linda, creció en el imaginario citadino como un antro de vicio, aunque en los principios del siglo XX era un asiento de obreros. Las obras del Bicentenario y la Casa de la Memoria la arrasaron y se construyó un puente. Desde el mismo, el caminante puede ver, abajo, en las mangas de la Casa de la Memoria, a orillas de la Santa Elena, decenas de mascotas y sus amos en juegos y correndillas.
La Toma tiene historias de humo y prostitución, de tangos y porros de Lucho Bermúdez, de tiroteos y bailes de sabrosura. Es un lugar referencial en la historia de Medellín. Por allí, en noches de luna, se escuchan los ecos de un tango de Homero Manzi y Hugo Gutiérrez: “Solloza el corazón... / solloza como un niño sin cariño, / sin abrigo ni ilusión. / Y vuelve del adiós / la tarde en que los dos fuimos cobardes / y el amor pasó”. El torrente de la quebrada lo va cantando.