Una convulsión como la de Chile se entendería en países como Cuba, Venezuela o Haití, que mantienen a sus habitantes en condición de hambre, pero no en el país austral.
Hace poco se preguntaba Moisés Naím ¿por qué arden las calles? (El Tiempo, 27/10/2019). Y por respuesta, mencionaba tanto aspectos concretos como abstractos. Que la desigualdad económica, los bajos salarios o los pésimos servicios públicos, de un lado; o la pérdida de sintonía de los políticos con la gente, la discordia de las redes sociales o el debilitamiento de la familia como núcleo de la sociedad, del otro. También se refería a los disparadores de las protestas, muchos de ellos absurdos: el aumento del precio de la cebolla en India, del trigo en Egipto, de la gasolina en Ecuador, del diésel en Francia, del WhatsApp (?) en Líbano, una ley de extradición en Hong Kong, las trampas electorales de los gobiernos de Bolivia y Rusia, la sentencia de los líderes independentistas de Cataluña y los 30 pesos de aumento del metro de Santiago.
Y por no hallar sensatez en que se generen semejantes desmanes por la cebolla o el WhatsApp, Naím cree que hay «razones o descontentos más profundos, de larga data», pero es ingenuo al afirmar que «el éxito de las protestas seguramente sorprende a quienes participan en ellas»; que en Chile, Ecuador o Hong Kong no esperaban que los gobiernos reversaran alguna decisión como si las protestas fueran llevadas a cabo solo por simples ciudadanos movidos por la rabia o la indignación.
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Nada más ilusorio. Estos levantamientos suelen ser fruto de agitadores profesionales, de activistas con claras intenciones políticas que saben muy bien que el éxito de las protestas es directamente proporcional al grado de violencia de las mismas y que los Estados tienen todas las de perder. Tanto si son duramente reprimidas como si se cede a sus pretensiones, las protestas cosechan éxitos excepto en los Estados totalitarios. Los anarquistas siempre tienen las de ganar, a menos que su acción sea neutralizada con anticipación.
Ahora, se pregunta Naím «si estamos en presencia de una gran conspiración o de un gran contagio». En otras palabras, ¿es una conspiración de Caracas y La Habana contra América Latina o es cosa del mal ejemplo que se disemina por las redes y los medios como chispas en el pasto seco? Moisés Naím cree que son ambas cosas a la vez y vaticina protestas callejeras frecuentes que, en algunos casos, serán «el inicio de un proceso de cambios revolucionarios».
Sin embargo, esta hibridación no deja de ser simplista, sobre todo porque, como dice en su columna Francisco José Lloreda, en el caso de Chile «algo no cuadra» (El País, 27/10/2019). Nos han dicho que el estallido social en Chile se explica por su gran «desigualdad», por una gran «inequidad» de la que se habrían hastiado los chilenos hasta el punto de echarle candela a todo. Pero resulta que el país austral es la mejor economía de América Latina desde hace décadas, es el único país de la región que ya no es considerado tercermundista por los expertos y ha sido un milagro sostenido desde que Pinochet se lo arrebató al comunismo y puso su débil economía en manos de los «Chicago Boys».
Una convulsión de esta naturaleza, mirando las causas objetivas, se entendería en países como Cuba, Venezuela o Haití, cuyas precarias economías mantienen a sus habitantes en condición de hambre. O en Bolivia, donde el dictador Evo Morales acaba de darle un golpe de mano a las elecciones, pero no en Chile. De hecho, Lloreda hace una comparación de la economía chilena y la colombiana, con cifras de Datosmarco.com, el Banco Mundial y la Cepal: «el PIB per cápita de Chile es el doble del de Colombia (US$ 15.921 vs. US$ 6.642); la pobreza es la mitad de la nuestra (13,7% vs. 30,9%) y la extrema seis veces menor (1,8% vs. 12%); su desempleo es de la mitad (6% vs. 12%); su gasto per cápita en educación y salud es el doble (US$ 736 vs. US$ 278 y US$ 834 vs. US$ 336), y está un poco mejor en equidad: 46,6% vs. 49,7% (Índice Gini). Tiene además una economía sólida: casi el doble de exportaciones que Colombia (US$ 69.228 millones vs. US$ 37.880 millones), su balanza comercial es positiva y la nuestra deficitaria (US$ 4.167 millones vs. US$ -8.195 Millones) y en 2018 estaba en el puesto 33 del escalafón mundial en competitividad y nosotros en el 60. Tiene además una tasa de homicidios siete veces inferior a la nuestra (3,4 vs. 25,5 por 100.000 habitantes)». Y todo eso sin mencionar que tiene menos de la mitad de habitantes que Colombia.
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Definitivamente, algo no cuadra. O sí. No hay que ser genios para entender que una mano mueve la cuna: la mano del Foro de Sao Paulo y su nueva razón social: el Grupo Puebla. Lo reconocieron Diosdado y Maduro, y está demostrado que los actos terroristas —no simple vandalismo— han sido cometidos por activistas de extrema izquierda. No hay duda, pues, de que se trata de una nueva arremetida del comunismo, que pretende recuperar un terreno perdido y eliminar todo vestigio de progreso en un país que ha alcanzado un nivel de vida envidiable.
«¡El neoliberalismo fracasó!», gritan los anarquistas chilenos, y piden una Constituyente para emprender el camino del chavismo. Por 30 pesos quemaron el metro y ahora los pobres se movilizan en camioncitos… Y eso que hace 30 años exactos vimos el Muro de Berlín hacerse pedazos.