El equívoco está en seguir manejando el combate a la delincuencia como si fuera asunto casi exclusivo de militares y policías.
La llegada del nuevo alcalde de Medellín a la administración de la ciudad, vino marcada tanto por su trayectoria de vida, cuyo efecto en el resultado electoral es incuestionable, como porque prometió sorprendernos con renovadas formas de enfrentar los problemas que hacen parte de su agenda de gobierno. Esa expectativa se alimenta en la percepción pública de que es posible encontrar alternativas mejores frente a problemas cuya respuesta viene siendo básicamente la misma. Los pobladores ya saben que innovar en materia urbana y social no se limita a viaductos, corredores o puentes, ni a intentos cuya finalidad de mejorar la calidad de vida de la población no se cumple.
La pasada administración nos dejó dos impresiones: abundante obra física en todas las comunas de la ciudad, muchas aún inconclusas, y autoridades dedicadas, de la mano de la policía, a perseguir, con magros resultados, el crimen y la delincuencia.
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La mancha en el rostro de Medellín es la cantidad de homicidios ocurridos cada año. En 2019 fueron 591 muertes, cuya incidencia recae en áreas de la ciudad donde vive población con bajos ingresos. La mayoría, hombres jóvenes: 542. En la clasificación de los casos, 315 corresponden a grupos delincuenciales organizados y 152 aún pendientes de categorización. Previsiblemente, muchos de los segundos relacionados con el accionar criminal. No se trata de novedad alguna y si de una reiteración constante en cualquier ciudad latinoamericana. Pobreza y exclusión entre las causas subyacentes de la descomposición social y porque la gran mayoría de víctimas y victimarios son seres en plena juventud. Por cuarto año consecutivo, la zona centro oriental de Medellín, escogida como área de operaciones de muchos infractores de la ley, fue la región con mayor cantidad de muertes, 86 en total.
La ciudad brilla por muchos motivos y su empuje es reconocido dentro y fuera del país. Cuando se trata de comparaciones sale bien librada en varios terrenos y cada vez, con mayor frecuencia, aparece en las listas de lugares atractivos para el turismo internacional. En materia de muertes, sin embargo, pierde el año y el 2019 no fue la excepción. El equívoco está en seguir manejando el combate a la delincuencia como si fuera asunto casi exclusivo de militares y policías con las palabras de orden: pie de fuerza, persecución, tecnología y recompensas, entre otras.
La opción del alcalde Daniel Quintero por un general retirado de la Policía como nuevo secretario de Seguridad, es una señal fuerte de por dónde va la apuesta. El exjefe policial dijo poco después de posesionarse que llega a “agregarle valor a lo que se venía haciendo”. Sin embargo, como se ha dicho tantas veces, no se puede esperar resultados diferentes si se sigue haciendo más de lo mismo.
Medellín tiene una Política de Juventud con incuestionables buenas intenciones, pero una grave falla. Dice poco y hace menos por los jóvenes cooptados por el crimen y la delincuencia, cuando podría ser un componente capaz de aportarle fuerza y renovado enfoque a la estrategia de combate al crimen, causante de tantas muertes inútiles de jóvenes que no encontraron, en el momento oportuno, otra alternativa de vida. Si es urgente contrarrestar el delito, lo es también actuar con inteligencia y constancia sobre sus causas, asegurando política social pública en los territorios, con formas nuevas de responder a los desafíos.
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No hay equivalencia entre la energía invertida en el accionar policial y los recursos destinados a los jóvenes y sus familias en las zonas de la ciudad donde se ha instalado la delincuencia y la muerte. Rinde más frutos mediáticos perseguir malhechores, con cámara de video en mano, que la labor juiciosa en las comunas, destinada a identificar familias en riesgo y apoyarlas con las herramientas sociales necesarias para cerrarle el paso a una delincuencia ávida de jóvenes dispuestos a jugarse la vida por la quimera de algunos pesos.
El nuevo gobierno de Medellín, autoproclamado defensor de la vida, puede hacer un importante giro de timón poniéndole rostro ciudadano a una estrategia de seguridad que privilegia fuerza y tecnología en detrimento de la labor paciente y dedicada allí donde la gente necesita de una eficaz presencia estatal.