Exceso de ruido, confusión, exacerbación de sentimientos de antipatías o de simpatías,
Exceso de ruido, confusión, exacerbación de sentimientos de antipatías o de simpatías, emotividad, exageración, amarillismo. Estas son algunas de las características presentes en un entorno de intemperancia que malogra el efecto de la comunicación en las redes sociales. Las emociones magnificadas con frecuencia se expresan en una incontinencia verbal que entorpece –paradójicamente- el fenómeno de la comunicación. La era del uso masivo de los medios informáticos coincide con una extendida atmósfera de soliloquio, de desinformación y de dificultad para que los mensajes sean entendidos e interpretados en su cabal significado y medida.
Quizás el lector haya observado este efecto en las redes sociales: de modo inopinado quien navega por Facebook, por los chats, o por las páginas de comentarios de los lectores de algún medio, se topa con toda clase de anotaciones salidas de tono: observaciones que son apenas improperios, descalificaciones, acusaciones, y en no pocos casos, simplemente insultos o vulgaridad. Como si cualquiera se sintiera en el perfecto derecho de afirmar cualquier cosa sobre cualquier tema, con una imaginaria idoneidad, sin temor a la responsabilidad por lo dicho o a las consecuencias de las palabras. Esta particular –y con frecuencia anónima- manera de poner en común la intemperancia también se expresa en el desconocimiento mínimo del lenguaje, de las normas básicas de la redacción, de la ortografía. En medio del maremágnum y del ruido del ciberespacio atropellar al lenguaje pareciera también una adquisición del uso libre del internet.
Hay algo de fondo aquí. Aunque nos parezca extemporáneo, es menester reafirmar lo cierto: el decoro y el respeto por los aspectos formales del lenguaje escrito hacen parte de la buena educación, del ejercicio de la virtud de la urbanidad, que no es otra cosa que saber vivir pacíficamente en medio de la comunidad, de propiciar la paz en medio del encuentro con los otros seres humanos, quienes son, finalmente, nuestros iguales en condición, en dignidad, y en merecimiento.
Produce vértigo y desazón observar la facilidad con que en las redes sociales se expanden insultos, descalificaciones, generalizaciones injustas, lugares comunes. No porque se requieran leyes específicas que intenten controlar un fenómeno quizás tan incontrolable como las manifestaciones populares de los grafitis, sino porque –por parte de quien participa de uno u otro modo de las redes- sí pareciera ser exigible un mínimo de decoro y de consideración sobre lo que está escrito y se disemina de modo prodigioso en estas nuevas herramientas informáticas. Digo “nuevas” quizás pues ya somos muchos los que hacemos parte de las filas de generaciones que no nacieron con el internet, de generaciones que aun supieron sobre el curso de la historia con las guerras convencionales -no con drones ni con video juegos-, con las fronteras físicas, con los libros impresos y con el proceso educativo que exigía y estimulaba el ejercicio de la virtud como uno de los objetivos de la educación total de la persona. La virtud, hábito operativo bueno, que exigía la repetición de actos buenos y el dominio de sí mismo para poder ser alguien al servicio de los demás desde la órbita particular de acción en el trabajo. Esta virtud exigía también el hábito de la moderación y la templanza; había que aprender a refrenar el afán de decir cosas, a la espera de que lo que se dijera fuera bueno, verdadero y útil. Es algo que en las redes sociales parece se empeñaran en demoler, en estos tiempos post-modernos, confusos y paradójicos. Y con abundancia de ejemplos de pésima educación que entorpecen la comunicación. Algo que nos hace pensar un poco más antes de dar click en un “me gusta” o en una intrascendente carita feliz.