En un sentido amplio son incendiarios quiénes no dejan cerrar viejas heridas y continúan alimentando el oprobio. Lo son quienes mantienen el fuego del odio encendido, quienes no apagan el fuego lento que cocina su alma
Pensamos en los incendiarios, hemos sido incendiarios en nombre de credos, convicciones e ideales y el cantar del antioqueño cuenta esa tradición de hacha, machete y yesquero. Es el amor al fuego purificador unido al hacha lo que ha transformado el paisaje antioqueño y ese horizonte lo hemos llevado a todo el país. Enemigos de los árboles, hasta que se demostró que eran riqueza, habríamos perseverado en esas nefastas tareas de no surgir las energías eléctricas y las derivadas del petróleo y quizás tuviéramos un entorno como el del Sahara; y no vamos a creer que esa tarea es exclusiva de antioqueños pues a fiero diente le estamos como humanidad metiendo fuego a la Amazonía. Pero no es de ese pasado incendiario y ese futuro de espanto al que me quiero referir. Incendiarios hay muchos y de toda suerte de revestimientos y máscaras.
Al parecer somos incendiarios quienes reenviamos mensajes sin corroborar su legitimidad y hay que admitirlo pues la mentira es el fuego que devora la verdad, arruina toda credibilidad e incrementa el sectarismo. Y hay muchas clases de incendiarios, unos queman cosas inmateriales como el buen nombre o el prestigio, otros mantienen prestas las teas de la crueldad para inmolar por temas como las convicciones, la raza, la condición económica o el estatus social. Pero son también así aquellos que encienden globos de mentiras y falacias y los lanzan al aire sin pensar el daño que ocasionan a otros pobladores.
Y hay otros incendiarios lanzadores de globos al aire familiar, al clima empresarial. Una familia y una empresa humana es una atmósfera un aire común, un espacio permanente así sea circunstancial. No todos los fuegos son destructivos y por esto mismo los fuegos que encendemos se pueden volver calidez en el abrazo, mesa compartida, planes que se trazan; pero quiero insistir en los dañinos que terminan en techos qué arden, columnas de sostenimiento que se erosionan, lazos que se lastiman hasta volverse hilachas, muerte y cuerpos mutilados de por vida y mentes que recargan la venganza como resarción imposible, sobre todo si la soñamos perfecta. Después de la destrucción y la muerte nada es otra vez como al principio.
En un sentido amplio son incendiarios quiénes no dejan cerrar viejas heridas y continúan alimentando el oprobio. Lo son quienes mantienen el fuego del odio encendido, quienes no apagan el fuego lento que cocina su alma. La paz tiene que ver con el agua limpia del olvido y pasar la página de la hecatombe que hemos vivido, con el curso de los ríos limpios, con la mar haciendo su trabajo y nuestra voluntad de navegación, nuestros pies sobre naves que surcan el mar y nos permiten cruzar los continentes y alimentar nuestra tierra y nuestros seres queridos.
Lamentablemente tienen más significación y peso los que encienden los caminos y destruyen los flujos de vida y solo saben detener, destruir, obliterar. Los peores incendiarios son “inocentes” y no se percatan de que encienden el fuego, alzan el látigo y castigan en nombre de su dios, su fe, su teoría, su verdad, su visión y por ello ni una figura tan encarnada de la bondad y el amor dejó de tener su momento de furia y en nombre de su padre expulsó a los mercaderes del templo. Los más peligrosos de los incendiarios sí parecen ser lo que no olvidan jamás, ni unen, ahora, al parecer, usan pentolita y otras mortíferas jaleas y no dejarán de ensayar su sueño turbio hasta que se vuelva pesadilla para todos.