Al ver que hubo otro asesinato, se le oye decir a la gente que si lo mataron fue porque “algo debía”, “algo escondía”, “algo hizo”. Hemos creado una ideología en la que se justifica el homicidio de una forma cruel, sin empatía ni solidaridad.
Por: Laura Valencia Vargas
El pasado 18 de septiembre se cumplió un año de la desaparición de Santiago, Andrés y Jaime, de 18, 21 y 23 años respectivamente. Sus restos fueron hallados en una fosa común en la parte alta de la Comuna 13 conocida como El Morro, el 30 de noviembre del 2018. Uno de los cinco señalados del asesinato es Johan García, alias “Gago”, que cuenta con tan sólo 18 años de edad.
La cifra es preocupante: hasta el 6 de septiembre de este año el número de homicidios era de 451. Pero este fenómeno no es algo actual. Aunque en el gobierno de Gaviria se dio una drástica disminución de los homicidios, que pasaron de 1248 en 2012 a 496 en 2015, en el actual mandato este fenómeno ha ido de nuevo en aumento. Pese a que en su plan de gobierno Gutiérrez propuso bajar la tasa de homicidios de 20,1 a 15 por cada cien mil habitantes, al 6 de septiembre del 2019 la proyección del SISC es que al terminar este año la tasa será de 25, 93.
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Pero el problema no sólo se encuentra en las cifras. En Medellín la historia de desaparición y muerte se ha vuelto cotidiana. Día a día la cifra de homicidios aumenta sin llanto, sin zozobra, sin reclamo. Los muertos se cubren, se ignoran, se olvidan. La ciudadanía parece estar hipnotizada, se calla ante el asesinato, porque se ha tornado costumbre.
En esta ciudad, la guerra parece ser entre los “ciudadanos de bien” y los malos. Al ver que hubo otro asesinato, se le oye decir a la gente que si lo mataron fue porque “algo debía”, “algo escondía”, “algo hizo”. Hemos creado una ideología en la que se justifica el homicidio de una forma cruel, sin empatía ni solidaridad.
Pero no sólo nos debe preocupar la cifra de homicidios, sino también la población que aporta una gran cantidad de muertos y, lamentablemente, también asesinos. Los jóvenes, a falta de la presencia de la institucionalidad, sucumben ante la ilegalidad de forma cada vez más frecuente. Según una cifra presentada por la Secretaría de Seguridad en el año 2018, cerca de 60.000 jóvenes están en riesgo de ingresar a una banda delincuencial (cifra de El Tiempo, 16 de noviembre del 2018). En marzo de este año se conoció el caso de un niño de tan sólo 13 años que asesinó a dos personas en la zona nororiental de Medellín y dejó a otra más herida. Como él, hay cientos de niños y jóvenes que integran grupos armados ilegales en la ciudad. No se tienen cifras exactas de cuántos son, porque las denuncias de reclutamiento son pocas y muchos se unen a estas bandas porque allí encuentran una salida a su situación económica y, aun, afectiva.
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Debemos despertar, como ciudadanía, las conciencias que se conforman, que ven a los muertos como una cifra más. Es nuestra responsabilidad pedir que paren, exigir que se haga algo por nuestros niños, nuestros jóvenes, por nuestros conciudadanos. Tenemos que evitar, además, que los políticos usen nuestros muertos como un trofeo, como un discurso de su gran gobierno. Pero, también debemos dejar de justificar el homicidio diciendo que, si lo mataron, habría una razón para ello. Debemos dejar atrás el discurso de que la sociedad es mejor sin esos “malandros” que algo debían estar haciendo; dejar atrás el “echarle la culpa” a la víctima; no ignorar el hecho de que nos están matando y que nada ni nadie justifica el homicidio.