La condición de humanidad empieza a tomar forma con el prodigio de la palabra, mediante un acuerdo inenarrable que ha de haber tardado miles de años en configurarse
Gana cada vez más adeptos esa visión de un mundo regido por la inteligencia artificial que pregonan los magnates de Google y avizoran teóricos como Yuval Noah Harari, mientras nos convocan a la resignación por considerar que el proceso es inexorable.
Esta sentencia de Harari expuesta así, sin inmutarse, es más un grito de guerra: “la gente tal vez objetará que los algoritmos nunca podrán tomar decisiones importantes por nosotros, porque las decisiones importantes suelen implicar una dimensión ética, y los algoritmos no entienden de ética. Pero no hay razón alguna para suponer que no serán capaces de superar al humano medio incluso en ética”. 21 lecciones para el siglo XXI. Penguin Random House 2018.
La creciente dependencia de la internet, los impactos que su uso está generando en las redes neuronales, las devastadoras consecuencias de la acción de los piratas informáticos y su trabajo de manipulación de los votantes, al estilo de la nefasta Cambridge Analítica, parecieran sustentar la idea que expone el autor referido cuando afirma que “el peligro es que si invertimos demasiado en desarrollar la IA y demasiado poco en desarrollar la conciencia humana, la inteligencia artificial muy sofisticada de los ordenadores solo servirá para fortalecer la estupidez natural de los humanos…”
El biólogo evolutivo Edward O Wilson da una luz de esperanza con su texto Los orígenes de la creatividad humana. Editorial Crítica/Barcelona 2018.
Explica que 4.000 millones de años tardó la creatividad para desarrollarse y convertirse en un rasgo especial, único y característico de la especie animal humana. Un larguísimo camino en el que “las propiedades básicas de nuestro cerebro y nuestros sentidos actuales empezaron a moldearse dentro de los primates ancestrales más antiguos”.
La condición de humanidad empieza a tomar forma con el prodigio de la palabra, mediante un acuerdo inenarrable que ha de haber tardado miles de años en configurarse para que la comunidad aceptara cómo se iban a denominar las cosas y cómo íbamos a comunicarnos.
Hay un consenso en la ciencia: Es el lenguaje el que posibilita el desarrollo del conocimiento, el desarrollo de la vida misma. No exagera el profesor Wilson cuando concluye que “el lenguaje no es solo una creación de la humanidad, ES la humanidad”.
Así, esa humanidad que habita en el lenguaje es la que permite por ejemplo que las personas podamos escuchar textos en idiomas desconocidos, pues comprendemos el estado de ánimo del orador. ¿No se ha estremecido usted en nuestros festivales de poesía con la lectura ininteligible de las poetizas nigerianas por ejemplo?
Es la condición humana la que nos regala la oportunidad de “la sorpresa estética”, esa conmoción íntima que nos depara el encuentro con el arte, ya sea a través del texto, de la sensación auditiva, la conmoción del color.
Es propio de la condición humana asumir a la naturaleza como madre, “nuestro espíritu mora todavía en la patria ecológica del mundo natural” dice Wilson con precisión poética.
Al algoritmo no le ha sido dado la comprensión de la metáfora y jamás podrá reír frente a una frase construida con humor, tampoco le ha sido dado al algoritmo el disfrute del sarcasmo o la ironía.
Todo conspira desde luego. La humanidad y el humanismo no les interesan ni a Google ni a los magnates de la inteligencia artificial. Su sueño es una sociedad como la de ese “mundo feliz” descrito por Aldous Huxley, en donde las gentes se resignan a su rol, el amor está proscrito, y todos transitan por la vida sin forjarse un sueño, sin hacerse jamás una pregunta, sumergidos en la acción que se les ha asignado.
Hoy, el acto revolucionario radica en trabajar por un retorno de la humanidad perdida, rebelarse contra el adoctrinamiento, atreverse a hacer preguntas, sospechar de las verdades reveladas, trabajar intensamente por no perder la capacidad de asombro y sacudirse, sacudirse de esa costra que se va instalando en nuestras almas, para obstruir las posibilidades infinitas que ofrece el atreverse a pensar.