Lo cierto es que el alma de doña Rocío, tenía cientos de resquicios por donde entraba a gusto el periodismo, la literatura y el arte.
El lunes 28 enero de 2019, falleció doña Rocío Vélez de Piedrahíta. Quien no tenga una referencia clara de doña Rocío, seguramente recibió la noticia con la ligereza de quien sabe que la muerte es asunto inherente y natural al ser humano. Lo cierto es que el alma de doña Rocío, tenía cientos de resquicios por donde entraba a gusto el periodismo, la literatura y el arte. Lo cierto es que esta mujer delicadísima, a sus 92 años, enriqueció la bibliografía antioqueña, y la nacional, claro está, con una obra redondeada, donde el pueblo antioqueño se ve retratado a gusto. Lo cierto es que a doña Rocío le tenemos un cariño, a linde con lo filial, y una admiración elemental y pura.
Recordemos que nuestra escritora vivió su niñez y juventud al lado de sus padres, en una casa sobre la avenida La Playa, en esta ciudad, escribiendo para entonces pequeños dramas, e historias sencillas, que ella misma ilustraba. Y que sus ancestros, valga decir abuelos, tíos y padres, fueron grandes lectores y cultores del idioma y las artes. Pareciera pues, que doña Rocío, al nacer, traía el periodismo y la literatura incorporados, como flores atávicas y connaturales a su ser. Andando el tiempo, ya en la década de los años cincuenta, alcanzó la edad de los 25 años -edad ésta donde la vida parece doblegarse a los quereres del alma-, y fue entonces cuando afianzó su vocación por las letras, llegando felizmente al oficio literario por el camino delicioso de la crónica, a la par que saltando felizmente al otro oficio colindante, al mejor oficio del mundo: al periodismo.
Es claro que a doña Rocío se le metió en el alma, apenas en los albores de su vida, aquel sentimiento hecho palabras de Gregorio Gutiérrez González, cuando dejó escapar su voz enamorada, al divisar un valle: “Allí está Medellín, la hermosa villa, muellemente tendida en la llanura”. Fue así como, viniendo de una genealogía de cultores eximios del idioma, ella misma se convirtió en hacedora cuidadosa, disciplinada y persistente de crónicas, ensayos, artículos y novelas, capaces de colmar las expectativas de don Gabriel Vélez Isaza, su padre; o las de su madre, doña Lía Restrepo de Vélez, hija de nuestro gran Camilo C. Restrepo; o las exigentes de su tío Bernardo Vélez, o las muy elevadas de don Lucrecio Vélez Barrientos, colaborador de los periódicos El Montañés, Alpha y La Miscelánea; un prosista irónico, fino, elegante; dueño de ese sarcasmo y humor fino, que distinguió a los grandes cronista-periodistas del siglo diecinueve en Colombia. Nota aparte merece este abuelo ilustre, don Lucrecio Vélez Barrientos.
Fue por esa época, a mediados de 1961, cuando, al calor de la efervescencia literaria del doctor Gonzalo Restrepo Jaramillo, nació La Tertulia, un espacio cultural donde se podía expresar “lo divino y lo humano”: cada semana, los miércoles, a las seis de la tarde, en la rectoría de la Universidad de Antioquia, en la vieja Plazuela de San Ignacio, al amparo siempre generoso de mi recordado Jaime Sanín Echeverri, a la sazón, rector de la Universidad. Se daban cita allí, el doctor Gonzalo Restrepo Jaramillo, Jaime Sanín Echeverri, Arturo Echeverri Mejía, René Uribe Ferrer, Javier Arango Ferrer, Manuel Mejía Vallejo, Leonel Estrada, Darío Ruiz Gómez, María Helena Uribe de Estrada, la siempre amiga Olga Elena Mattei, Pilarica Alvear Sanín, Regina Mejía de Gaviria, Mabel Escobar, Sofía Ospina de Navarro y nuestra Rocío Vélez de Piedrahíta.
Rocío Vélez Restrepo, esposa del doctor Ramiro Piedrahíta Restrepo (a decir de Otto Morales Benítez, “un hombre pulcro, de inteligencia dinámica, que no se toleraba ninguna ligereza (…), siempre solidario, generosamente orgulloso del mensaje de ella, exaltándola y confiando en su futuro cultural”); madre de Mercedes, Amalia, María Cecilia, Carmenza y Evaristo, puede descansar “muellemente tendida” en su última morada, porque en la vida trabajó con rigor, con disciplina, con responsabilidad social, con fidelidad a la norma culta, acatando la deontología del periodismo y el amor a la literatura, para producir 15 títulos, cientos de ensayos y artículos de prensa, conferencias y enseñanzas, que nos entregó mediante la imprenta, el Magazín Dominical de El Espectador y sus deliciosas columnas en EL MUNDO y El Colombiano.
Esta mujer, esta esposa, esta madre, esta escritora, nos dejó una obra sobria, elegante, sin genuflexiones al poder, y muy respetuosa del hombre antioqueño, con sus ambiciones raizales, sus alegrías, tristezas y miserias, logrando al fin un bello collage de este pueblo de Antioquia de mitad del siglo pasado, hasta nuestros días. Su trabajo nos dice, con esa frescura y calidez personal de la que siempre hizo gala, que es una obra producida en la aldea, pero con clara visión del mundo y tratamiento universal, tan íntimos estos a todo gran escritor.
Descanse en paz, doña Rocío (usted ya hizo una tarea monumental, bella y bien hecha), y goce de esa vida eterna que promete la literatura, a quienes de verdad tienen oficio. ¡Y usted lo tuvo!