Quienes nos encontramos en este mundo, seres conscientes, capaces de preguntarnos por nuestros fines, por nuestro sentido último.
Ineludibles, si somos honestos, son las preguntas que se hace cada uno sobre el sentido último de su existencia: ¿de dónde vengo?, ¿hacia dónde voy?, ¿cómo debo actuar? Son cuestiones que no se pueden evitar. Las situaciones de la vida diaria nos conducen a ellas, especialmente cuando tocamos los límites de las dificultades naturales. Muchos pensadores contemporáneos hacen énfasis en la necesidad de afrontarlas con autenticidad. A pesar de ello, el ruido de la cotidianeidad parece insistir en alejarnos de lo esencial, de lo importante. Con facilidad uno se distrae: hay manipulación mediática, repetición de eventos más o menos catastróficos en el día a día, emociones y alarmas absorbentes y colectivas, de las cuales es difícil tomar distancia; apasionamiento político, fanatismo deportivo o nacionalista, consumismo irracional que pareciera ser una vía de escape a los instantes de auto interrogación.
Pero resulta que existe la metafísica: la realidad no se limita a lo simplemente cuantificable, pesable, medible, observable con las colosales prolongaciones de la tecnología a que hemos llegado en este siglo XXI, para el cual hechos como la genética, la inteligencia artificial, la disponibilidad masiva de la internet y de medios de trasporte, no son ya ni siquiera considerados como prodigios; son simplemente un entorno que nos abarca, que a la mayoría de los mortales nos circunda y en ocasiones nos absorbe, dándonos la impresión errónea de que el mundo es un inmenso centro comercial, o a lo sumo, un colosal parque de diversiones y de consumo (compra-venta) de objetos y de sitios, como si allí radicase el sentido de la palabra “disfrutar”. Algo, en todo caso, externo. A propósito, “disfrutar” es un verbo que se usa en exceso, como si fuera una prioridad u obligación incuestionable.
Siempre la humanidad ha querido enfrentar con honradez sus preguntas fundamentales: comenta Mircea Eliade en Lo sagrado y lo profano que la cuestión de la sacralidad es necesaria, espontánea, propia, ineludible. Apenas hacia el siglo XVIII comienzan algunos a negar la metafísica y la dimensión trascendente, y lo hacen –absurdamente- con razones metafísicas de mediocre factura. Por ello, surgen los nuevos pequeños dioses del racionalismo, incluida la deidad del “cientificismo” que pretende establecer explicaciones últimas sobre lo humano. No son “últimas”, son apenas descripciones de algunos aspectos de la realidad. Amor, confianza, debilidad, temor, angustia, afectos y desafectos, solidaridad, vida familiar: no son cuestiones susceptibles de cuantificación por métodos de laboratorio, así existan corrientes sicologistas que pretenden cuantificar las conductas como si estuvieran en un plano de igualdad con la de otros mamíferos. El reduccionismo zoológico es también una expresión de una ideología más, el materialismo. Una visión tan reducida de lo humano como lo es la del materialismo marxista o la del utilitarismo pragmático heredado de los anglosajones (Bentham, Smith).
Eliade recuerda que la realidad supera lo que es apenas sensible: “El hombre exclusivamente racional es una mera abstracción: jamás se encuentra en la realidad”. Quienes nos encontramos en este mundo, seres conscientes, capaces de preguntarnos por nuestros fines, por nuestro sentido último, podemos, si queremos -disponemos de inteligencia y voluntad- ser seres en diálogo con Dios, con el universo y con los otros seres humanos. Convivimos, nos preguntamos por el sentido último: éste no está en los libros de economía, en los de física o en los de biología. Cada una de esas disciplinas, sin quitarles la importancia que en justicia hay que reconocerles, apenas describe algunos aspectos operativos de la realidad en que nos desenvolvemos. Nada dicen sobre lo que la metafísica nos enseña: una apertura a la realidad total, a las preguntas fundamentales, al sentido. Ante ella –y a la colosal tradición del pensamiento humanístico, teológico y filosófico que nos precede, debemos aproximarnos con una actitud de respeto y de apertura: tal vez así podamos entendernos mejor, y comportarnos mejor.