Cabe preguntarse ¿a quién le corresponde enseñarles a los consumidores que hay otras opciones de navegación y cuáles son los peligros de los historiales que se acumulan con cada búsqueda y que luego son retroalimentados a través de los anuncios?
La Comisión Europea se ha convertido, desde hace más de una década, en el azote de los gigantes tecnológicos norteamericanos, con multas cada vez mayores. Su más reciente actuación tuvo la lugar la semana pasada, al imponer a Google una por 4.343 millones de euros, algo así como 15 billones de pesos colombianos, una suma tan exorbitante que no solamente se constituye en cifra récord en cuanto a multas impuestas por la Comisaría Europea de Competencia, sino que ha hecho pasar a un segundo plano las consecuencias que el castigo puede tener para la industria de las TIC en el futuro.
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En términos concretos, la Comisión Europea acusa a Google de utilizar su sistema operativo Android para reforzar la posición dominante de su buscador. Según cifras de Gartner, empresa consultora y de investigación de las tecnologías de la información con sede en Stamford (EE.UU.), Android tenía en 2017 un segmento de mercado del 85,9 %. Para que se haga una idea de este dominio, revise su propio teléfono móvil y pregúntele a sus compañeros y vecinos cuál sistema utilizan. Gartner añade que en 2017 se vendieron unos 1.300 millones de teléfonos móviles con sistema Android mientras que los iPhones o los iPads apenas alcanzaron los 215 millones.
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Pero la sanción no se le impuso a Google por dominar el mercado sino por las prácticas indebidas mediante las cuales se ha posicionado, las cuales, según la comisaria europea de Competencia, Margrethe Vestager, “han negado a sus rivales la oportunidad de innovar y competir por sus méritos” y “han negado a los consumidores europeos los beneficios de una competencia efectiva”. Después de tres años de investigaciones, la Comisión citó como prácticas indebidas la exigencia de Google a los fabricantes para que preinstalaran su servicio de búsqueda (Google Search) y su navegador (Chrome) como condición para otorgarles la licencia de uso de su tienda de aplicaciones (Play Store); el pago a fabricantes de teléfonos y operadores de redes móviles para que instalaran exclusivamente su buscador y la prohibición a los mismos de vender teléfonos inteligentes con versiones alternativas de Android no aprobadas por Google. Lo que el gigante tecnológico ganaba era dirigir todo el tráfico de los teléfonos y tabletas a su buscador, en tiempos en que más de la mitad de la navegación por internet se hace desde este tipo de aparatos.
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Desde que en 2004 Microsoft fuera objeto de la primera sanción por parte de la Unión Europea (después le impondría otras en 2006, 2008 y 2013), básicamente por obligar a instalar el Internet Explorer en los equipos con sistema operativo Windows, las multas decretadas por la Comisión han seguido el comportamiento de las empresas tecnológicas con respecto al uso de sus avances. El fabricante de circuitos integrados Intel, la fabricante de chips Qualcomm y la propia Google, en 2017, por favorecer su servicio de comparación de compras en su motor de búsqueda, ofrecen un panorama de cómo ha evolucionado el foco de atención de las autoridades, pues si bien los avances tecnológicos han generado en el mundo la percepción de una gran democratización en el acceso a las tecnologías y a las fuentes de información, de manera simultánea han dado lugar a fenómenos complejos a partir de la acumulación de información sobre los usuarios que, a su vez, ha llevado a la concentración desproporcionada de datos, cuya utilización indebida, como fue el caso de Cambridge Analytica y Facebook (compañía que recibió la primera sanción por este hecho en el Reino Unido) ha creado nuevas necesidades de regulación.
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El caso Google tendrá repercusiones importantes y no solamente porque los usuarios, probablemente, tengan que empezar a pagar por Android. De fondo está el hecho de que aquí no se configura el escenario habitual de una violación a la competencia, como es su eliminación o la alteración de los precios, sino que la posición dominante les impide competir a otras opciones, que no tienen espacio ni para desarrollarse ni para darse a conocer en el ecosistema gratuito de Google, que monetiza sus servicios a través de la publicidad, objeto de otra investigación en curso en la misma Comisión Europea. Cabe preguntarse, pues, ¿a quién le corresponde enseñarles a los consumidores que hay otras opciones de navegación y cuáles son los peligros de los historiales que se acumulan con cada búsqueda y que luego son retroalimentados a través de los anuncios? ¿Dónde quedan los derechos a la privacidad de los internautas frente al poder de la inteligencia de datos que se hace a cada minuto en línea?
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Confiamos en que nuestras autoridades, como son el MinTIC, la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) y la Comisión de Regulación de Comunicaciones (CRC), estén tomando atenta nota de los movimientos globales en esta materia. En nuestro entorno hemos aplaudido acciones tendientes a proteger al ciudadano, como la reciente ratificación de la eliminación de las cláusulas de permanencia por parte de la CRC, una medida a favor del consumidor frente al interés de quienes desean acumular poder y disminuir las opciones y las libertades a los ciudadanos. Esa atención que reclamamos se justifica en la alta sensibilidad de esta industria a prácticas de monopolio o de manejo de la información que pueden afectar, en el momento menos pensado, el desarrollo del país.