Pensar como un geólogo puede ayudar a salvar los ecosistemas amenazados por el cambio climático.
Marcia Bjornerud, geóloga y profesora de la Universidad Lawrence en Wisconsin, publicó en 2018 un interesante libro con el sugestivo título “Timefulness: How Thinking Like a Geologist Can Help Save the World” (Cómo pensar como un geólogo puede ayudar a salvar el mundo). Aunque todavía no he leído el texto completo, una entrevista publicada por The Verge en octubre pasado, permite introducirnos en la propuesta de la distinguida colega y retomar mi interés por el cambio climático, el mayor riesgo que está hoy amenazando nuestra civilización.
Para empezar, es necesario explicar que es lo que Bjornerud entiende por “Timefulness”, concepto que enmarca el título del libro arriba referenciado y que consiste en ver el mundo no como es ahora, sino en entender cómo evolucionó y seguirá evolucionado en el tiempo. Para estos efectos, se requiere capacidad especial para acercarse y alejarse de escalas espaciales y temporales, así como para visualizar paisajes ya desaparecidos y otros entornos inaccesibles, que posiblemente nunca podremos ver de manera directa.
Pocos de nosotros tenemos una idea de las enormes escalas de tiempo en la larga historia de nuestro planeta, lo cual impide tener una perspectiva geológica de lo que significa el cambio climático. Por ejemplo, es fácil entender que el tiempo de retención de una gota de agua en la atmósfera sea apenas de unos pocos días, lo que contrasta con los cientos de años que una molécula de dióxido de carbono reside en la misma atmósfera. Nuestra vida es el resultado de procesos que vienen operando desde largo tiempo atrás y nuestros hábitos, a su vez, tendrán consecuencias y efectos que nos sobreviran varias generaciones. Entender los ritmos del profundo pasado de la tierra y concebir el tiempo como lo hace un geólogo, puede darnos la perspectiva para contribuir a la permanencia de ecosistemas sostenibles para la vida en el planeta. Necesitamos, entonces, reeducarnos para entender que como humanos estamos inexorablemente inmersos en el tiempo geológico.
Pero para llegar a esta comprensión se choca contra intereses y prejuicios que desconocen como nuestras actividades se entrecruzan con las leyes de la naturaleza, sobre todo con querer aceptar que los cambios que se operan en la superficie de la tierra y en su atmósfera no son tan lentos como se quisiera: por el contrario, casos como la erosión por procesos de remoción en masa y consecuentes avenidas torrenciales, la migraciones de los cauces fluviales destructivas de infraestructura, el derretimiento de los glaciares y de los casquetes polares, causas de pérdida de recursos hídricos y de aumento del nivel del mar, que obligará la reubicación de centros poblados e infraestructura costaneros, son todas afectaciones observables en el corto tiempo de la vida humana.
Ahora quisiera referirme al texto Antropoceno: Aportes para la comprensión del cambio global de los geógrafos colombianos Jeffer Chaparro e Ignacio Meneses (http://www.ub.edu/geocrit/aracne/aracne-203.pdf). Antropoceno allí definido como la nueva era geológica que se caracteriza por el incremento en el potente y lesivo accionar de la especie humana sobre el planeta, agravado durante los últimos dos siglos.
La utilización masiva del carbón y del petróleo como fuentes energéticas, a partir de la Revolución Industrial (Siglo XVIII) y los consecuentes avances tecnológicos, le han posibilitado a la especie humana la capacidad de manipular, a su antojo, los ecosistemas y demás bienes naturales (mal llamados recursos naturales). Como resultado de todo esto se ha acelerado el cambio climático, cuyas consecuencias adversas para la vida de muchas especies, incluida la humana, ya son evidentes.
A partir de mediados del siglo XX, la intervención humana sobre el planeta se ha potencializado, por causa de las posibilidades que brindan las tecnologías digitales de la información y las comunicaciones. Resulta paradójico que mientras los indicadores económicos de producción y consumo, de innovación tecnológica, de intercambios de información, de avances en biotecnología y en exploración espacial estén todos en alza, las valoraciones ecosistémicas y socioambientales sean cada vez más desfavorables para la sostenibilidad de la vida en la tierra. Esta contradicción radica en que la tecnología, el instrumento que facilita el aprovechamiento intensivo de los bienes naturales, sea a la vez la causa de la destrucción de los ecosistemas, incluida la vida humana, y no de la conservación de estos. Por ejemplo, es inconcebible que, ante el agotamiento de los yacimientos convencionales de petróleo, se considere que con la práctica extensiva del fracking, con todos sus riesgos para el recurso agua, se pueda resolver el déficit energético durante el periodo de transición, hasta cuando se llegue a cubrir la demanda con energías renovables. La gran abundancia de reservas de carbón y su amplia distribución mundial, así como los avances en las técnicas de combustión con captura del CO2, deberían ser una razón para estimular una mayor investigación en este campo.
La geografía, como ciencia que se encarga de estudiar las relaciones entre la sociedad y la naturaleza, hoy, más que nunca, debe ocuparse de lo urbano y de su acelerado crecimiento con la consecuente polución ambiental, así como de los impactos negativos de la agroindustria y de la ganadería extensiva, que se expanden a costa de la destrucción masiva del bosque nativo, como está sucediendo en La Amazonia. Se requiere además que desde la geografía se atienda lo pertinente a las formas de organización territorial, así como las nuevas formas espaciales que están configurando el panorama social en conjunción con los elementos naturales intervenidos.
Revertir este escenario a que nos ha llevado el mal uso de los bienes naturales, requiere un gran cambio en la relación de cada uno de nosotros con el entorno natural. Podría argumentarse que acciones individuales o de pequeñas comunidades son insignificantes o irrelevantes, si se comparan con las prácticas de algunas grandes corporaciones, que nada hacen para frenar el daño al planeta. Al contrario, si cada uno de nosotros genera hábitos de consumo acordes con un adecuado funcionamiento de los diversos ecosistemas y, de igual manera, si los organismos estatales de planificación toman conciencia de la inviabilidad de seguir estimulando la concentración de la población en grandes urbes y todo lo que esto conlleva, podríamos volver a hacer de este mundo un lugar sostenible y habitable. Los sistemas educativos, formales y no formales, son dispositivos muy potentes de transformación y adaptación al Antropoceno: la educación, de manera cierta, determina el comportamiento humano. Falta por ver resultados y eficacia de la presión que ejerzan las comunidades, cada vez más conscientes del riesgo que nuestra civilización está afrontando, sobre los gobiernos como directos responsables de las políticas públicas.