En los pleitos, pulsos o forcejeos en que salimos damnificados, incidió mucho el vicio, o tara, del santanderismo, que nos acompaña desde la Independencia
Como a Nicaragua no le bastó la Mosquitia, logró ganarse, transcurrido un siglo, las aguas que circundan a San Andrés y Providencia. La Mosquitia la obtuvo en 1928 sin muchos afanes ni mayor esfuerzo, en una extraña negociación cuya celebración Colombia no tenía por qué aceptar, dado que de las dos partes era la única llamada a sufrir una pérdida, sin ganar nada. Pues nadie ignora que este tipo de regateos, dicho en términos coloquiales se zanjan dando y dando, o sea con daños y beneficios recíprocos. Pero si una de las partes ha de resultar indefectiblemente entregando algo de lo suyo mientras la otra en cualquier caso ha de recibir, esa negociación nadie que esté en sus cabales acepta emprenderla, salvo que se trate del bando vencido en una guerra, caso en el cual ello ya no sería negociación sino rendición, capitulación, o armisticio, si se quiere.
En los pleitos, pulsos o forcejeos enumerados en pasadas columnas nuestras y en que salimos damnificados, incidió mucho el vicio, o tara, del santanderismo, que nos acompaña desde la Independencia y que ha sido la causa de nuestras repetidas y sistemáticas desventuras. Llamémoslo más bien malformación, nacida de nuestro apego exagerado a la norma escrita, que aquí mientras más confusa sea más vigencia tiene para ser aplicada o invocada. La reverencia y devoción nuestras por la norma la recibimos de las corrientes y escuelas de moda en la España de entonces, la de la de Fernando Séptimo y la Constitución de Cádiz, fruto de la fiebre de leguleyismo y juridicidad insubstancial que a intervalos acomete a la Madre Patria.
Colgados siempre de un inciso o de un parágrafo, cuando no de una coma o un paréntesis, se descifra e interpreta la norma en cuestión atendiendo no a su espíritu o intención sino a su texto o tenor literal. Paradójicamente fue Santander, militar diestro y decidido, quien entronizó, sin adivinar sus efectos nocivos, esa perversión, que le heredamos, cada vez más perniciosa y dañina, las generaciones posteriores. De ahí procede el remoquete familiar de “hombre de las leyes”. Cabría recordar, a propósito de todo esto, a Gilberto Alzate Avendaño, jurista estricto y puntilloso hasta donde el buen sentido y la razón permiten serlo, quien pensaba que los colegas suyos dados al vicio en comento son como chapolas, siempre revoloteando alrededor de un bombillo.
Nuestra suerte o destino institucional quedó pues en manos de los “hermeneutas”, como suele llamarse a los intérpretes, severos y abstrusos, de la norma, quienes, mientras menos inteligibles más acatados son, así a veces ellos mismos no entiendan lo que dicen, como tanto sofista o rábula que habita los meandros o recintos del poder. No en vano bajo la Regeneración de Núñez fuimos gobernados por gramáticos y filólogos de profesión como Miguel Antonio Caro, Marco Fidel Suarez y otros. Pero en honor a la verdad aclaro que cuando, fieles a su vocación primigenia, los dos arriba mencionados escribían, lo hacían en una prosa ejemplar, como lo prueban textos memorables, por lo coherentes y concisos, como la Constitución del 86, inspirada por Núñez. Eran los días, no lo olvidemos, en que apareció un texto tan exigente como el código civil chileno, que aquí adoptamos casi entero, redactado por un hombre de letras tan reputado como don Andrés Bello. Pero cada cual en su oficio, donde rinda más y mejor. O cada loro en su estaca, dicho en un lenguaje más democrático. A riesgo de que el amable lector se nos aburra o se nos duerma, proseguiremos luego estas deshilvanadas notas, referidas a algo que atañe a nuestro talante o estilo de neogranadinos sobrevivientes y nostálgicos. Algo que mucho ha gravitado en la suerte corrida en las sucesivas tratativas (o encerronas) sobre nuestras fronteras marítimas o terrestres, en que nos hemos dejado atrapar o involucrar sin saber nunca cómo defendernos.