Génesis del clientelismo

Autor: Sergio de la Torre Gómez
23 febrero de 2019 - 09:05 PM

La mortal enfermedad se nos incubó en los años sesenta, un poco tarde, como nos suele suceder con todo lo que nos llega de afuera, bueno o malo, provechoso o pernicioso

El clientelismo fue y sigue siendo la peste que acabó con la sana emulación y el libre juego de la democracia, así ésta nos luzca aquí tan restringida y amañada. De paso aniquiló los dos viejos partidos al cambiar por pequeños favores y cosas de pan coger las lealtades derivadas de las afinidades políticas, la identidad ideológica , los viejos recuerdos y la tradición familiar era un negocio de toma y dame, reducido a un simple intercambio que se celebraba y renovaba cada que había elecciones de por medio.

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Tan singular fenómeno nació, o se vino a conocer, en la Calabria del sur de Italia y en Palermo Sicilia, la misma que fue cuna de la mafia siciliana que luego se expandiría por todo el orbe. Allá floreció el clientelismo apenas empezado el siglo pasado. El referido trueque consistía en que el electorado que actuaba en la precaria y viciada democracia representativa de entonces, específicamente los líderes comunales o de barrio (que nunca faltan y aparecen espontáneamente en todas las comunidades, y cuya opinión, habitualmente desinteresada, incide en el voto de los parroquianos) esos líderes devenían en una clientela como cualquiera de las que gravitan en el ámbito del comercio o el trabajo. Verbigracia el tendero de la esquina, o el zapatero del barrio que tiene sus clientes fijos, a quienes procura atender puntualmente para no perderlos a manos de la competencia.

Tales adhesiones, los votos que recolectaban los líderes en el vecindario, se pagaban con puestos en el gobierno, de los cuales solía disponer el alcalde o cabildante elegido o en plan de serlo. El cual a su vez era retribuido por el poder superior de la comarca. La pirámide partía entonces de las aldeas, poblados y ciudades menores donde anidaba el electorado semirrural o el de provincia.

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La mortal enfermedad se nos incubó en los años sesenta, un poco tarde, como nos suele suceder con todo lo que nos llega de afuera, bueno o malo, provechoso o pernicioso. Nos cayó bajo el manto inefable del Frente Nacional que, adormeciéndonos con su letargo, fue nuestra segunda Patria Boba. Alcanzó su apogeo la perversión de marras en la década subsiguiente, los setentas, de la mano de Julio César Turbay, dirigente liberal siempre obediente y sumiso con sus superiores, hábil trepador, malicioso como el que más y tenido como un maestro del manzanillismo, donde abundan las pequeñas maniobras, las celadas sinuosas y la vana promesa que no se cumple. Sobresalía tanto en estas artes el doctor Turbay que a fuerza de cultivarlas durante cuatro décadas pudo llegar a la Presidencia, donde, digámoslo de paso, pasó más bien desapercibido, pues sus talentos, que le sobraban para la pequeña política del día, le faltaban para la grande y visionaria que practicaron otros conductores contemporáneos suyos como Carlos Lleras Restrepo y Alfonso López Michelsen. La próxima ocasión, cuando espero haber leído el libro de Armando Estrada Villa sobre estos mismos temas, y que debe ser tan novedoso e instructivo como todo lo suyo, completaré estas notas.

 

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