Aunque ninguna institución está exenta de escrutinio, no se puede generalizar una práctica sospechosa porque se afecta a personas idóneas y competentes. La generalización nos separa del criterio y del análisis particular.
Tal vez nada evidencie tanto la ausencia de criterio como la costumbre tan nuestra de generalizar y reducir cualquier situación, persona o cosa a la simplificación de las palabras fáciles, las frases hechas, los lugares comunes. Si algo no requiere esfuerzo mental, análisis, valoración, es la rapidez del rótulo y la conclusión que lo cobija todo en mismo sitio, sin lugar a dudas, sin contemplar los matices, sin entrar en detalles.
Es la facilidad del lenguaje que denota la ligereza del pensamiento, la que nos permite juicios veloces sin atenuantes ni bemoles y nos inscribe en un falso criterio más o menos generalizado, que no es otra cosa que un redil que impone parámetros aceptables de realidad y aprobación, al mismo tiempo que nos vende la idea de una vanguardia intelectual, cuando no de una irreverencia que no supera la pose de romántica rebeldía.
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Aún a riesgo de caer en el mismo pecado, podría decirse que todos hemos generalizado, aunque muchas veces inconscientemente y por eso nos parece exageración reconocer la falta de criterio, pero obviamente no todos los casos son graves porque no todas las cosas tienen la misma importancia o el mismo alcance. Incluso con los cambios de paradigma van perdiendo aceptación algunas expresiones antes comunes como la sentencia de que todas las mujeres son esto o aquello, que todos los costeños son iguales, y tantas más.
Pero hay que entrar en detalles y ver particularidades; hay que valorar las situaciones y huirle a la generalización como atajo, so pena de poner en riesgo nuestro prestigio y empeñar el criterio, pero también jugar con la honra, el presente y el futuro de los otros y de las instituciones. Cada caso amerita análisis y ponderación, la búsqueda de esa justa medida que suele ser tan esquiva, pero no por eso menos deseable.
Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con la Universidad de Medellín que seguramente tiene mucho por explicar en el otorgamiento de un título de abogado al senador Julián Bedoya, cuyo ejercicio de lo público ha estado siempre envuelto en alguna polémica. Es un caso puntual sujeto al análisis de diversas instancias, que desde su competencia tendrán que determinar si hubo irregularidad en ese trámite, y en otros si es el caso. Que quede claro que no se trata de evadir el examen, porque no puede haber persona, institución o procedimiento inescrutable o por encima de la veeduría y el control. Lo que no parece correcto es poner en tela de juicio la formación profesional y el trabajo institucional que por casi siete décadas han adelantado cientos de personas con criterio y vocación.
En medio del mar de las generalizaciones y la condena masiva, se echa de menos la voz de los egresados, no solo de derecho que ha sido uno de sus programas estrella, sino de todas las carreras que también quedan en entredicho cuando se asume que allí se ferian los grados, se venden títulos o se cambian por prebendas o quién sabe qué réditos. Cada uno de los egresados, pero también quienes están en formación cargan hoy el lastre de la falta de rigor y la laxitud en los procedimientos. Incluso quienes han sido brillantes abogados, comunicadores, contadores, investigadores judiciales y demás profesionales como los he conocido, que ostentan el título de la Medellín.
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Y es justo decir que no solo los he conocido en el ejercicio profesional, sino que a veces ayudé a formarlos, porque en varias etapas he sido docente de la Facultad de Comunicación, que fue creada con el propósito de llenar vacíos y ser alternativa seria de formación. La misma facultad que recibió hace una semana el primer registro calificado de Doctorado en comunicación en Antioquia. Una buena noticia que no tuvo eco precisamente porque cuando generalizamos nos hacemos incapaces de separa la cizaña del trigo.
Ojalá avancen las investigaciones y se asuman las responsabilidades individuales en los casos que lo requieran, pero que el criterio se imponga en las valoraciones y los juicios. No importa que no sea popular nuestro punto de vista, ni que se opaquen las ventanas por ver los matices. La justicia empieza en la palabra y cada cual debe dar cuenta de sus talentos y sus semillas para que no paguen justos por pecadores.