Mientras los países del primer mundo protegen sus selvas y bosques, cuidan sus aguas y sus recursos naturales en Latinoamérica andamos como locos dilapidando el futuro de nuestra descendencia.
Poco se diferencia Colombia de la farsa del vecino país al otro lado del Orinoco. No me refiero las intensas actividades de narcotráfico, ni tampoco a la democracia limitada y cooptada, aquí por los poderes económicos, allá por una cleptocracia, un oscuro grupo que está feriado los recursos al mejor postor.
Los países latinoamericanos estamos en una carrera suicida, como si compitiéramos a ver quién dilapida más rápido sus riquezas. La Brasil de Bolsonaro deja que quemen su selva para especular con el valor de la tierra y Bolivia, con un régimen aparentemente socialista, no solo permite, sino que promueve la destrucción de importantes zonas selváticas. Son distintos gobiernos con, al parecer, diferentes intenciones. La diferencia es a quién intentan favorecer. Destruir es el signo, pan para hoy y hambre para mañana.
Mientras los países del primer mundo protegen sus selvas y bosques, cuidan sus aguas y sus recursos naturales en Latinoamérica andamos como locos dilapidando el futuro de nuestra descendencia. No son, para nada, lejanas las actitudes que llevaron a que se consolidará esa mentalidad de extracción desmesurada de los recursos. Y lo más grave es que no identificamos, como nación, el saber, los conocimientos de alta calidad, como la palanca para el desarrollo y el progreso económico.
Quiénes descubrieron América y emprendieron la colonización llegaron con la firme intención de enriquecerse a cualquier costo. Perversa la mente, proscritas y depravadas mentalidades colonialistas justifican esas actitudes y ese asalto desde la concepción imperial que no ha desaparecido, se ha fortalecido. Podríamos decir, desde la historia de las mentalidades, que es la pervivencia de una concepción imperial de señores europeos y norteamericanos la que sigue forzando a los vasallos, que somos nosotros, a ser seguidores de la explotación siniestra y destructiva de nuestro suelo.
¿Cómo es posible que después de dos siglos largos de supuesta independencia aún no tengamos sentido de la soberanía? Continuamos como cipayos haciendo el trabajo sucio para los dueños de la riqueza; el mapa de Colombia es una verdadera criba donde innumerables puntos negros, a lo largo y ancho de todo el territorio, marcan las explotaciones mineras actuales de todas clases de recursos no renovables; como si no hubiéramos padecido la empresa colonialista, sino que la siguiéramos profundizando desfachatadamente. Y el futuro ya está marcado por esa extracción destructiva.
Somos incapaces de mirar y soñar otro futuro. Las universidades son ahora golpeada por crear conciencia. No está lejano el día en que sean, como en Venezuela, sometidas a las carencias elementales y a la asfixia económica y se pierdan las colecciones, los herbarios, los laboratorios, el acervo y el testimonio de una inversión cuantiosa que se ha dilapidado por descuido e ignorancia supina.
El diagnóstico no puede ser más claro: no hemos nacido aún a la Ilustración, se prolonga entre nosotros un medioevo feroz, no creemos como nación en el conocimiento y seguimos exportando materias primas sin mayor elaboración para luego salir a comprar los productos en los mercados internacionales.
Una endeble industria manufacturera desarrolló Colombia, protegida y rodeada de garantías, pero que igual no soportó la presión comercial y con César Gaviria se abrió las compuertas de su erosión; algo queda de esa aventura. Igual Venezuela, logró desarrollar una industria petrolera que permitió albergar esperanzas, pero, los vientos dictatoriales y serviles la pusieron a rendir de alacena y despensa de una sociedad convertida en improductiva por sus irresponsables gobernantes. Fraternidad en el desastre y ánimo de entrar en guerra.