Es lamentable e inaceptable ver cómo en muchos municipios del país, incluso en algunos del Oriente antioqueño, se asignan partidas para apoyar el activismo LGTBI.
Se dice y repite que, a partir de la Constitución de 1991, Colombia es un Estado laico, y con tan gaseosa afirmación (que no se encuentra en la Carta), se vienen desconociendo las mínimas garantías de que disfrutaba la Iglesia Católica en el régimen anterior, cuando esa expresión no se emplea para atacarla. El hecho de que los católicos ya no seamos la grandísima mayoría no indica que el país haya dejado de ser cristiano, porque las comunidades evangélicas comparten, básicamente, los mismos principios morales. El laicismo del Estado, a lo sumo, autoriza neutralidad en materia religiosa.
Los promotores de la agenda LGTBI no deben ser perseguidos, pero tampoco patrocinados por el gobierno. Si constituyen un movimiento político, no pueden recibir auxilios del erario. Si son un movimiento antirreligioso, menos.
La igualdad ante la ley exige que el gobierno sea neutral frente a todos los movimientos e ideologías que pretenden influir sobre las creencias y opiniones, especialmente en temas tan sensibles para la inmensa mayoría de los colombianos.
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Por eso es lamentable e inaceptable ver cómo en muchos municipios del país, incluso en algunos del Oriente antioqueño, se asignan partidas para apoyar el activismo LGTBI. En las capitales departamentales ese apoyo oficial es impresionante.
Un derecho de petición presentado por el señor Mauricio Duque obtuvo detallada respuesta de 21 páginas, del Municipio de Medellín, en relación con el periodo 2016-2019.
He sumado todas las partidas con las que se financiaron durante ese cuatrienio actividades de proselitismo, jolgorio, desfiles, publicaciones, documentales, etc., de ese colectivo, hasta alcanzar la suma de $ 5.472 millones, dentro de los cuales $ 638 corresponden a fiestas y, $ 598, al desfile gay 2019.
Sería conveniente saber a cuánto ascienden las ayudas presupuestales durante sus periodos, previstas por las administraciones de Medellín (Quintero) y Bogotá (Claudia), especialmente.
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El Dique Iluminado, de Álvaro Uribe Rueda. Muchos de los mejores libros aparecen con una pequeña tirada, circulan entre los amigos del autor (que no siempre los leen), poco se ocupa de ellos la prensa y luego siguen hacia un inmerecido desconocimiento, como ocurre con una obra excepcional, Bizancio, el Dique Iluminado. La Concepción Mística del Universalismo, sus Raíces Judías y Helénicas y su Herencia Cristiana, de Álvaro Uribe Rueda (1923-2007), a quien recuerdo como director del semanario La Calle.
En ese órgano del Movimiento Revolucionario Liberal (MRL) escribían Indalecio Liévano Aguirre, Felipe Salazar Santos, Hugo Latorre y, desde luego, Alfonso López Michelsen, orientador de esa tendencia. Opuestos al Frente Nacional, seguían una línea izquierdista, polémica y sectaria, pero siempre brillante. Sus colaboradores pronto ocuparían curules en ambas cámaras, como Uribe Rueda, que se destacó pronto en el Senado, al que asistió en varios periodos, pero cuando López Michelsen ingresó al gobierno de Carlos Lleras, esa revista se extinguió y Uribe Rueda, en protesta por el cambio de rumbo, se alejó de su jefe. Se perdió así el político, pero larguísimos años de estudio dieron lugar al historiador y pensador que, por desgracia, pocos colombianos conocen
La primera edición de El Dique Iluminado, de Herder-Bogotá, pasó prácticamente desapercibida, y lo mismo ocurrió con la segunda, del Instituto Caro y Cuervo (Bogotá; 1997, 602 p.).
En la bibliografía colombiana no hay obra comparable. El tema, arcano para nosotros, es tratado con erudición, profundidad y objetividad. Después de asistir al germinar del pensamiento griego y estimar los aportes de Roma, continúa con el fenómeno helenístico, el crecimiento del Cristianismo y su conquista del Imperio. Después se pasea por los quince siglos del Imperio Romano de Oriente. Por esas páginas, de impecable factura, desfilan Constantino y Justiniano, los Padres de la Iglesia, la instalación de la sede imperial en Constantinopla, la prosperidad de esa urbe, su accidentada historia entre disputas teológicas, Cruzadas e invasiones, sin descuidar el Cisma y las múltiples tentativas por superarlo, mientras crece el poder pontificio en Roma.
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Y así sucesivamente, hasta la caída en manos de los otomanos, en 1453, cuando allí se instala otro imperio que llamará a la urbe Estambul.
Lo anterior es parte apenas de la multitud de temas históricos, filosóficos y teológicos que el libro trata con especial acierto, abriendo al lector perspectivas insospechadas sobre temas que antes parecían ampliamente esclarecidos.
Mientras leía este portentoso y equilibrado libro, pensaba al lado de cuál ponerlo en mi panteón personal, hasta que me acordé de The Decline and Fall of the Roman Empire (1776), de Edward Gibbon, que trata también del Imperio Bizantino, pero que por su anticatolicismo obsesivo no ha podido perdurar como historia, aunque difícilmente podrá ser superado como la más elegante, armoniosa y sonora prosa inglesa.
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¡El Eln es capaz de engañar en su “buena fe” a sus jefes del gobierno cubano, pero nunca será capaz de enredar a Miguel Ceballos e Iván Duque!