Noruega siempre actuó, o dejó de actuar, como más convenía a su interés particular, a diferencia de los demás miembros de la Otán.
No estando la oposición venezolana tan unida y compacta como aparenta, debe Guaidó, su adalid, acomodarse a la presión de su ala más moderada o transaccional, que harto pesa e incide en la conducción de la gran batalla nacional que hoy se libra. De ahí que Guaidó y su entorno no desaprueben, de plano, los encuentros que se están celebrando en Oslo. Por estar ellos apenas en su etapa exploratoria, a regañadientes los aceptan, pero con una condición, para no mostrar miedo o vacilación: se admite la mediación del país que la promueve, mas no el diálogo todavía. Le importa a Guaidó no mostrarse flaqueando, o cediendo más de la cuenta. Pues sabe que cualquier arreglo que no comporte de entrada la abdicación de quien ellos tachan de usurpador, sería ventajoso para éste y dejaría mal parada a la oposición. Y ahora lo que más le urge a ella es unificar sus filas y la estrategia, sin ir a renunciar, ni por asomo, a su primer requerimiento: que Maduro desaloje.
La mediación que Noruega acostumbra a ejercer en este tipo de conflictos internos, o de conflictos entre vecinos del Tercer Mundo, no es tan desinteresada como luce. Bástenos un ejemplo, que nos toca a los colombianos: el rol desempeñado por ella en nuestro proceso de paz, cuya eficacia nadie discute, tuvo mucho de filantropía, pero también algo de provecho para ellos, pues vino a saberse a la larga que fue seguido por un jugoso contrato o concesión de exploración petrolera en Colombia, o cosa parecida, que se le adjudicó. Si no se trató de un pago a sus buenos oficios sí fue, cuando menos, un intercambio de favores. Y, llevados por la misma suspicacia no sería descabellado suponer que algo tuvo que ver también el muy providencial premio Novel de Paz otorgado a nuestro ilustre presidente, muy a tiempo para rescatar el armisticio con las Farc, hundido días antes en un plebiscito que se convocó para refrendarlo o rechazarlo. Armisticio que le dio a Santos un aura de santidad adicional a la que lleva su apellido.
En política, en las relaciones entre Estados y específicamente en la labor de intermediario que alguien desempeña para zanjar diferencias o querellas ajenas, nada es regalado. Todo tiene su precio, que por pudor no se pacta expresamente ni se confiesa, pero que se da por entendido aún en la acción más inocente y altruista.
Contra lo que se cree, históricamente Noruega ha sido un país bastante ambivalente. Cuando el “Eje”, cuyo epicentro era la Alemania nazi, se enfrentó a las potencias del Occidente liberal (Estados Unidos, Inglaterra, Francia), Noruega optó por una cierta equidistancia, pese a la vocación y tradición democrática que ya acreditaba. Luego, en la postguerra, a partir del 46 vino la Guerra Fría, ese forcejeo sordo pero azaroso entre dos polos, Washington y Moscú, ambos con potencia militar y peligrosidad equivalentes como se comprobaría pronto en Corea y Vietnam, que terminaron repartidas por mitades. Y finalmente vino Cuba, el enclave soviético en el Caribe, frente a las costas gringas.
En todo ese período Noruega (practicante adentro de la democracia liberal, de la que ha sido fiel exponente en Europa) no se alineó muy resueltamente con sus afines cuando Occidente tuvo que ocuparse de controlar a una Unión Soviética expansiva. Había algo de realismo político frente a las guerras y confrontaciones, y frente a una costosa carrera armamentista, pero también mucho de ingratitud y cálculo oportunista en su actitud. Nunca se comprometió de lleno con nadie y su neutralidad le sirvió para evitarse los embates y amenazas que traía el rudo pulso entre las dos grandes potencias atómicas del planeta. Noruega siempre actuó, o dejó de actuar, como más convenía a su interés particular, a diferencia de los demás miembros de la Otán. A la que ingresó sumándose al resto de Europa, para no quedarse afuera, expuesta a las veleidades de Moscú. Siempre fue un miembro pasivo, jamás activo frente a ninguna crisis, como el resto de las naciones resguardadas por la Otán. Vamos entendiendo entonces hasta dónde le sirve a Venezuela la intermediación de Oslo. Es decir, a qué bando le aprovecha más.