Estoy de acuerdo con el profesor Moisés Wasserman, quien en su reciente columna publicada en el Periódico El Tiempo sostiene que es inocua la polémica sobre que es más importante para el país si la ciencia básica o la ciencia aplicada, surgida a raíz de recientes declaraciones de la Señora Vicepresidenta de la República. Ambas son necesarias y se completan.
El profesor Mauricio Nieto Olarte acaba de publicar el libro “Una historia de la verdad en occidente”, un estudio de la evolución del conocimiento científico que se constituye un documento de consulta para quienes nos interesamos en estas disciplinas. El profesor Nieto muestra que, como resultado de complejas prácticas sociales la verdad en occidente siempre ha estado en permanente cambio y que, por tanto, es inconcebible que pueda existir una verdad única, universal e inmutable, tal como lo ha pretendido Europa cuando reclama la posesión de la razón, la mayoría de edad que dijera Kant, así como la pretensión de la iglesia romana de imponer una única verdad por sobre todas las otras culturas. La historia del conocimiento puede además aportar valiosas lecciones para hacerle frente a la posverdad e incertidumbre, que en nuestro tiempo pretenden dominar no solo la política, sino también la filosofía y hasta la misma ciencia.
Aunque hoy parece obvio que deba existir una separación entre fe y ciencia esto no fue así ni en la Edad Media ni siquiera en el Renacimiento, donde ningún conocimiento de la realidad se concebía por fuera de la verdad revelada por Dios y depositada en la autoridad vaticana. La idea de una ciencia laica es tan reciente, que aún los decisivos aportes al conocimiento de los más destacados protagonistas del llamado nacimiento de la ciencia moderna, tales como Copernico, Kepler, Galileo, Descartes y Newton, estuvieron influenciados por sus creencias religiosas.
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A la caída de Roma ante los pueblos germánicos, Siglo V de nuestra era, el imperio romano había adoptado el cristianismo como religión oficial y la nueva fe se había expandido por todos sus dominios, y más tarde los invasores bárbaros y nuevos dueños de Europa también se convirtieron. Uno de los más grandes acontecimientos de la historia de la humanidad lo constituye el que una religión nacida en un pequeño pueblo subyugado por el imperio romano, como lo era la Palestina en el Siglo I de nuestra era, llegara a imponerse por toda la cuenca del Mediterráneo, el centro y norte de Europa, las islas británicas y el Medio Oriente, con sólo La Cruz como arma y la creencia en sólo un dios verdadero, como convicción.
Para darle un soporte filosófico al cristianismo medieval surgen filósofos teólogos, como San Agustín de Hipona, Isidoro de Sevilla y Santo Tomás de Aquino, los llamados padres de la iglesia, quienes se encargaron de cristianizar a Platón y a Aristóteles, especialmente al primero de ellos.
La colonización europea de otros continentes, iniciada en el Siglo XV con el descubrimiento y conquista de América por el Imperio Español, llevó el cristianismo hasta los más remotos confines del planeta. Estos descubrimientos, también dieron origen a una nueva ciencia basada en el empirismo, conocimiento soportado por la observación de los procesos naturales, que progresivamente se fue imponiendo sobre la escolástica medioeval, la doctrina basada en las enseñanzas de los padres de la iglesia y liderada por la autoridad romana y por los soberanos de los nuevos estados que se estaban conformando en Europa. Particularmente en Inglaterra empieza a emerger el conocimiento de la realidad fundamentado en la observación y registro de los procesos naturales, pilares de la ciencia moderna. Figuras relevantes de esta nueva concepción de la relación del hombre con su entorno natural, fueron los renacentistas italianos Leonardo da Vinci, Galileo Galilei y en especial el inglés Francis Bacon (1561-1626), quienes lograron conjugar ciencia y religión, entendidas bajo enfoques diferentes.
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Bacon con su trabajo académico desarrolló un nuevo método para el avance del conocimiento, y con su interés por encontrar la utilidad de la ciencia llegó a entender la importancia de los saberes operativos y prácticos, todo lo cual fue clave para preparar el advenimiento del Siglo XVII, tiempos de Newton y Descartes y del rol del conocimiento en el mundo moderno. Para Bacon el problema del conocimiento radica en las interpretaciones, que hacemos del objeto de nuestros estudios al actuar cegados por prejuicios, pero que pueden ser superados si logramos aplicar un método adecuado. El primero de estos obstáculos radica en las limitaciones de nuestros sentidos, que sólo permiten meras percepciones de la realidad, a lo que se agrega la propensión de la mente humana a generalizar de manera apresurada. El segundo problema se encuentra en nuestra idiosincrasia, que nos lleva a interpretar la realidad para que concuerde con nuestras preferencias. En tercer lugar, se tienen las trabas de nuestro lenguaje para entender la complejidad del mundo: “los hombres creen que su razón es dueña de las palabras, pero ocurre también que las palabras devuelven su fuerza sobre el entendimiento, lo cual convierte a la filosofía y a las ciencias en inútiles y sofismas”. Por último, están los prejuicios que provienen de adoptar un sistema filosófico o una ideología excluyentes.
En su obra “Novum organum”, Bacon buscó definir las reglas para interpretar la naturaleza, en un gran intento por establecer una nueva lógica, opuesta al organum aristotélico. El llamado método baconiano, origen del empirismo anglosajón, es una defensa y afirmación de la lógica inductiva, el conocimiento que va de lo particular a lo general, en oposición al método deductivo (de lo general y abstracto, a lo particular). Pero más que una defensa del método inductivo, la obra filosófica de Bacon hay que interpretarla como un llamado a la ciencia para que sea el instrumento (organum) para entender la naturaleza, como una totalidad integrada holísticamente a lo humano.