El lúgubre panorama de la Venezuela actual, atrapada en una crisis de la que no logra zafarse, y las urgencias vitales que padece, pesan más que las convicciones asumidas como sagradas, vale decir como dogmas inviolables.
Pues bien, el dólar, que dondequiera que circule (en Venezuela, digamos) suele prevalecer e imponer su impronta, ahora está invadiendo el pequeño comercio y la economía de subsistencia, que es la que importa al hombre común. No por decisión oficial de las autoridades venezolanas sino de manera informal. Se trata de un proceso espontáneo, como dicen los entendidos, aunque consentido por aquellas. Proceso que lleva su propia dinámica, incontenible. El gobierno hace la vista gorda con ello y no interfiere, pues a nadie escapa que las leyes de una economía en crisis son incontenibles, tanto como las que regulan la economía que avanza y crece generando desarrollo y bienestar.
La autoridad monetaria no se atraviesa porque, a más del trastorno económico esperable, generaría un trauma ideológico y político mayúsculo en una sociedad ya de suyo trastornada, que patentaron de socialista a pesar de que no es eso ni lo contrario, sino apenas un pandemónium, producto de la improvisación y el saqueo a que fue sometida bajo este régimen.
Hay países en que la dolarización la adopta el propio gobierno sin que se la traigan de afuera o se la impongan desde adentro. Dicho gobierno puede ser de derecha o de izquierda, como en la Argentina peronista de las últimas décadas, o en el Ecuador reciente de Correa, en los que de hecho el dólar se tornó moneda oficial lo cual no resolvió la crisis que padecían, provocada por ellos mismos, pero al menos la disimuló o endulzó haciéndola soportable por un tiempo.
Éste, que por soterrado que sea implica todo un viraje, el gobierno venezolano no lo adelanta abiertamente, por física vergüenza después de tanta alharaca antiimperialista como la que ha expelido desde que Chávez empuñó las riendas. La cruda y desnuda necesidad, el mero instinto de supervivencia que rige la conducta del hombre y de los pueblos, está forzando este cambio, que entraña una abdicación de los principios. El lúgubre panorama de la Venezuela actual, atrapada en una crisis de la que no logra zafarse, y las urgencias vitales que padece, pesan más que las convicciones asumidas como sagraas, vale decir como dogmas inviolables.
No está lejano el día en que el presidente o en su lugar otro dignatario valide y legitime desembozadamente el dólar como la moneda que, desalojado al bolívar, acabó imponiéndose en el mercado y en el bolsillo de sus compatriotas. En la feligresía venezolana del Socialismo del siglo veintiuno, bulliciosa y elemental como ninguna en su género en este mundo, eso impactará mucho, tanto como si un ayatola en Oriente renegara del islamismo y abrazara la fe católica. Él y quiénes lo siguen pueden hacerlo pero a sabiendas de que se exponen a la ira de Dios. Empero, a los Diosdados, Maduros y demás mandarines de Venezuela que persiguen fines más prosaicos, eso les preocupa menos que sus faltriqueras y la tranquilidad de su retiro futuro. En resumidas cuentas, allá todo hace parte de la misma farsa continuada.