Este tipo de regímenes todo lo amarran y subyugan con su proverbial intransigencia y la ferocidad a que recurren cuando son interrogados
Lo mejor que le puede pasar a un rufián es que le dejen el campo libre. Eso lo entendieron muy bien los déspotas filomarxistas o los que diciéndose de izquierda practican, a rajatabla, un populismo de ocasión. Todas ellos tienen vocación de permanencia y buscan perdurar tanto tiempo como puedan, ojalá por décadas y generaciones enteras, hasta coronar sus fines ficticios o reales. Que se reducen nada menos que a reemplazar la vieja sociedad por otra, donde los valores e instituciones de antes sean suplantados coactivamente por unos nuevos, que respondan a su ideología gaseosa, improvisada, y a prospectos basados en sueños imposibles y vanas utopías, cuando no en grandes mentiras.
Este tipo de regímenes todo lo amarran y subyugan con su proverbial intransigencia y la ferocidad a que recurren cuando son interrogados por una sociedad que termina descubriendo en sus portavoces su genuina y verdadera condición de malandrines, de impostores. Es así que no permiten un solo resquicio de libertad porque temen y saben por dónde se puede colar la callada resistencia latente, que crece sin cesar, difícil de enfrentar con arrestos, garrote y simples medidas policivas, pues para ser controlada requiere todo el rigor que sea menester a efecto de acallar a tiempo la protesta y, sobre todo, de escarmentar a quienes la ejercitan en las calles, dejando su consabida tanda de muertos y heridos cada vez que osan manifestarse con vigor.
La clave está en la ferocidad, por el miedo que infunde. El cual va sembrando en el alma colectiva la certeza de que el gobierno cuestionado no escatima medios para amedrentar, pues ante el despliegue continuo de una represión que llega hasta matar, la oposición acaba silenciándose, paralizada, como es fácil constatarlo en la Venezuela de hoy. Máxime cuando falta la solidaridad activa, que no se limite a meras palabras, de parte del vecindario y de una comunidad internacional a todas luces acobardada e indecisa, como si le temiera a esos gobiernos atrabiliarios y líderes mesiánicos, medio lunáticos, que de vez en cuando se nos aparecen en el paisaje caribeño. Castro por ejemplo, que otrora exportaba su “revolución” y todavía les sirve de espejo. Sí: esa Cuba castrista, modelo de ayer, y de hoy también, según lo atestigua su pregonada nueva Constitución que, lejos de renovar algo, para irse acoplando a los nuevos tiempos, como se hizo en China y Vietnam, es apenas una repetición , con énfasis mayor, de la Carta que todavía rige y que data de 1976, con el estalinismo vivo y coleando en la Unión Soviética, que era la metrópoli .
Para concluir digamos que mediante el terror ejercido desde arriba (fríamente calculado y administrado por dosis, mayores o menores según sea el brío de la oposición) la dictadura incumbente, cualquiera sea el país victimizado, logra mantenerse en pie. Lo que más le conviene a ella es el éxodo, primero gradual y luego masivo, de aquel sector de la población, la clase media, que no comulga con el régimen. Así se le desocupa el país de gente indeseable, y de contera disminuyen las bocas a alimentar con mercaditos semanales y subsidios. La fórmula viene aplicándola Maduro con éxito evidente, si juzgamos por el clima, tenso pero relativamente sosegado (al menos en apariencia) que ahora se respira allá. La Nicaragua de Ortega sigue los mismos pasos y terminará igual, o sea resignada, o postrada a medias. Tales enfoque y pronóstico lo planteamos no por fatalistas, o en exceso pesimistas, sino con el mayor y más objetivo realismo.
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