En la teoría evolucionista, desde las bacterias hasta Einstein, el desarrollo del conocimiento es siempre el mismo: tratar de resolver nuestros problemas y obtener, por un proceso de eliminación, algo que se parezca a favorecer nuestras expectativas conservacionistas y de supervivencia.
Avanzando en el esfuerzo por entender la integralidad de la vida y los procesos naturales que se deriva de la Hipótesis Gaia, ya esbozada en una columna anterior, me encontré con la obra Evolución, el legado de Darwin de la Editorial Universidad de Antioquia Colección de Divulgación Científica 2018, una edición académica de los profesores Mauricio Corredor y Jorge Antonio Mejía que compila textos de ocho especialistas vinculados al mundo académico antioqueño, entre ellos los mismos editores Corredor y Mejía. Para mi propósito, me limitaré a explorar el capítulo titulado La evolución del conocimiento, donde el profesor Mejía analiza la migración del concepto darwiniano de evolución a la gnoseología del Siglo XX, vale decir la teoría evolutiva del conocimiento.
Siguiendo a Lovelock, creador de la Hipótesis Gaia, Margulis (citado por el Profesor Mejía) reflexiona que “tanto la composición química de la atmósfera, como su temperatura global, la salinidad de sus océanos y la alcalinidad en la superficie de estos (pH 8,2), no son solo parámetros aleatorios, sino que presumiblemente vienen regulados por el metabolismo de la suma de la vida sobre la Tierra”: la misma vida ha creado las condiciones para su propio desarrollo y conservación. Darwin con su teoría evolutiva propuesta en su majestuosa obra El Origen de las Especies, publicada a mediados del Siglo XIX provocó el gran cisma de Occidente, que partió la historia de la humanidad en dos grandes interrogantes: somos producto acabado de la creación obra de un Ser Supremo (la teoría creacionista) o somos resultado de la Evolución, debate éste muy por encima de mi alcance; sin embargo podría agregar que la aceptación del darwinismo no necesariamente implica negar la existencia de un Supremo Ordenador del Universo, y es así como hasta el mismo Vaticano le reconoce hoy validez científica a la teoría evolucionista.
Darwin de manera ingeniosa entendió como la cadena de acontecimientos que conectaban el rompecabezas de los organismos, donde todos están conectados entre sí, todos en sus formas y en sus hábitos mismos están relacionados, desde sus átomos, sus moléculas y sus funciones. Este descubrimiento es ni más ni menos la base sobre la cual se fundamenta la Ecología, la moderna ciencia de la naturaleza, que concibe la vida y su conservación como el equilibrio de los seres vivos con su entorno físico. La vida con su proceso evolutivo hizo cambiar esa masa giratoria amorfa original que fue este planeta, en Gaia nuestra Madre Tierra, donde surge el conocimiento como garantía de la preservación y desarrollo de la vida, cuyo culmen es la ciencia.
Bajo esta perspectiva evolucionista, Donald Campbell con su trabajo Evolucionary Epistemology propone la tesis conocida como niveles de conocimiento, la cual explica la evolución de las especies como un proceso de aprendizaje hasta llegar al sofisticado campo del conocimiento científico. Para llegar a este último nivel de conocimiento se tuvo que pasar por sucesivos estadios que van desde la mera motilidad, el estado más elemental del conocimiento, pasando por el instinto, el hábito, el procesamiento de imágenes hasta hacerlas compatibles, el pensamiento apoyado en la memoria, el aprendizaje basado en la imitación y en la observación, el lenguaje humano, la acumulación cultural y finalmente, la ciencia. Esta última entendida en dos sentidos: 1. Acumulación de conocimiento y 2. Método que supone un principio metafísico de regularidad del medio, como fundamento y como efectividad del patrón de procedimiento.
La propuesta de Campbell conjuga el principio evolucionista de Darwin con la tesis de Karl Popper, uno de los creadores de la filosofía de la ciencia en el Siglo XX, quien sostuvo que el conocimiento se construye por medio de conjeturas y refutaciones, que en esencia significa lo mismo que la mutación y la selección de las especies en Darwin. Proponer que la evolución de las ideas científicas está sometida a las mismas leyes que gobiernan la evolución de las especies en el campo biológico, es el gran aporte de Popper, para quien el conocimiento ha sido el resultado de un proceso similar a lo que Darwin llamó selección natural, lo que quiere decir que igualmente existe una selección natural de las hipótesis y las teorías, y es así como nuestro conocimiento se conforma con aquellas propuestas que han mostrado su adaptación al sobrevivir en la lucha por la existencia, una lucha de alta competitividad que elimina aquellas hipótesis y teorías que no se adaptan o no representan la realidad y sus procesos. El conocimiento resulta de la interacción entre el ámbito interior (el organismo vivo) y el medio físico, en un acontecimiento que permita la supervivencia de la especie, esa es su utilidad esencial.
Lo que es peculiar al conocimiento científico consiste en que la lucha por su supervivencia se construye por medio de la crítica consiente y sistemática de nuestras hipótesis y teorías, el principio de falsación de Popper. Por otro lado, el conocimiento animal y el conocimiento precientífico se nutre y crece principalmente a través de hipótesis no falsables (no posibles de ser refutadas), mientras que la crítica científica hace que las teorías perezcan en lugar de nosotros, eliminando creencias erróneas, antes que dichas creencias nos conduzcan a nuestra propia eliminación; este proceso, para Popper, es la forma como el conocimiento científico realmente se forma, acumula y avanza.
En la teoría evolucionista, desde las bacterias hasta Einstein, el desarrollo del conocimiento es siempre el mismo: tratar de resolver nuestros problemas y obtener, por un proceso de eliminación, algo que se parezca a favorecer nuestras expectativas conservacionistas y de supervivencia.
Concluyo con lo que expuse en una columna anterior. La protección y conservación de los ecosistemas es, ni más ni menos, la preservación de la vida: el imperativo ético de nuestro tiempo.