Espiritualidad: la otra cara del ser humano

Autor: Luis Fernando González Gaviria
18 abril de 2020 - 12:04 AM

Nos tenemos que arriesgar a más, ese más está en el interior desde siempre como presencia portadora de sentido que nos habita.

Medellín

“Encontrarse a sí mismo, eso es la mística.

Porque Dios sólo se encuentra en el tú que se refleja en mí…”

Eugen Drewermann

 

El ser humano no es capaz de soportar la realidad sin vivir en profundidad. Más allá de las situaciones a las que hemos estamos expuestos durante las últimas semanas, una pregunta se erige con fuerza: ¿Qué espiritualidad tenemos? Este punto neurálgico ha ido planteando una posición muy distinta en el mundo, pues hacer consciente esta realidad sustancial en el ser humano, permite una capacidad amplia para habitar esta hora de la historia. El ser humano consciente de este plus en su ser es muy distinto del que no lo ha hecho todavía.

Lea también: El desafío de repensarnos

Lo primero que hay que aclarar es que religión y espiritualidad no son la misma cosa. Tienden a confundirse, incluso muchos utilizan estas palabras como sinónimos. Cuando hablamos de religión nos ubicamos en la construcción que hace el ser humano desde las formas propias de cada tiempo y cultura, para establecer una manera (formas, ritos, dogmas, moral) de relacionarse con lo divino. Por espiritualidad se entiende el conocimiento profundo que el ser humano hace de sí mismo. De esta manera, “la acción más elevada del ser humano es comportarse como espíritu: volver sobre sí mismo reflexionando, mirar cómo está realizando su existencia, para qué, en función de qué causa o de quién” (P. Gustavo Baena).

Estos días han sido de especial atención al ser humano, incluso, hemos sido llevados a desesperar de lo humano. Cuando las fugaces ilusiones son rotas por el realismo dramático de la historia, la mirada vuelve necesariamente sobre nosotros mismos, y las formas que estamos utilizando para morar en el mundo. Esta reflexión, que para muchos ha sido a la fuerza, ha hecho constatar un agotamiento antropológico, pues, cuando no hay una coordenada que me lleve a la profundidad de lo que soy, el traumatismo de lo externo me pone en jaque. Un ser humano sin consciencia espiritual es presa fácil del absurdo.

Muchas problemáticas se han venido encima sin previo aviso, todos hemos sido testigos de ello. Sin pretender mitigar el alcance de estas situaciones y el riesgo que conllevan, también debemos establecer una posición clara de cómo queremos seguir construyéndonos. La conciencia honda que nos habita está sacudiendo con fuerza nuestro interior, nos está llamando a saber que lo externo no es lo determinante y absoluto sobre la existencia. Pero pretender dar una respuesta desde los límites epidérmicos que nos envuelven, es seguir en el circulo vicioso del fatalismo. Nos tenemos que arriesgar a más, ese más está en el interior desde siempre como presencia portadora de sentido que nos habita.

Una de las cuestiones que más nos ha expuesto estos días es el lenguaje para nombrar la realidad. La palabra que nace de las profundidades del ser humano, y por eso es categóricamente espiritual, ha hecho que nuestro espíritu salga por medio de ella. Nos ha revelado, nos ha desnudado, nos ha desgarrado. En esta triada: ser humano, palabra, realidad, volvemos a una relación fundante que nos permite descubrirnos como un plural, un ser para. Por lo tanto, “en la palabra surge una posibilidad de ser otro, de ser diferente, y también una inevitabilidad: ser para el otro, ante el otro, junto al otro, responsable del otro. La finitud de la palabra es reveladora de alteridad, de mi propia alteridad, así como la alteridad del otro” (Joan-Carles Mèlich).

Poder ser conscientes de que somos seres espirituales, parte del reconocimiento de nuestra propia finitud. Esta expresión nada tiene que ver con caducidad, sino con vida, pues en ella experimentamos de manera real todo su devenir. En la finitud la vida es libre para hacernos entender que nada está bajo nuestro control; en la finitud nos experimentamos como sujetos en falta, siempre “herederos”; en la finitud la vida se vive sin pretensiones dogmáticas, siempre de cara a la contingencia y al cambio. Ser finito es ser humano auténtico.

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El “misterio eclipsado” como lo llamó Buber, sigue abriéndose paso a través de la finitud (vida), este es el camino que nos puede conducir a no ahogarnos en nuestro encorvamiento. Al experimentarnos escasos para dar respuestas, el Misterio (no lo absurdo o lo imposible de conocer) permite adentrarnos en nosotros mismos y descubrirnos capaces de una relación Mayor. Aquí entramos en el terreno de la espiritualidad, cuando la mirada deja de ser apropiación, las palabras dejan su pretensión de absoluto y el ser humano se experimenta inacabado, descubre que la única manera de asumir la realidad es yendo hacia el silencio, hacia aquella relación donde se revela su auténtico ser.

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