La gravedad de una calumnia o una injuria, como las que pululan diariamente en redes sociales, no requiere nuevas normas ni sanciones adicionales, ni admite dilaciones o interpretaciones constitucionales.
La Corte Constitucional anuncia una audiencia pública el próximo 28 de febrero, para el análisis acumulado de tres acciones de tutela relacionadas con el derecho a la libertad de expresión en las plataformas digitales. El magistrado José Fernando Reyes Cuartas escuchará puntos de vista sobre la libertad de expresión en el uso de las plataformas digitales y redes sociales, el control y la responsabilidad de las publicaciones hechas por los usuarios, y, la autorregulación en el uso de las plataformas, a partir del manejo del lenguaje, uso de imágenes, etc.
Necesario para algunos, el debate puede resultar inocuo, en tanto, la fuerza y el alcance de las redes, plataformas y tecnologías superan el control real de un sistema basado todavía en el modelo de Estado Nación que parece corto frente a la cobertura y el afán del mundo virtual. Pero más allá de las connotaciones del alcance, lo que debe ocupar el análisis es control en sí mismo. Cualquier limitación a la libertad de expresión que no esté signada por la ética propia o tipificada en el Código Penal, es inaceptable.
La gravedad de una calumnia o una injuria, como las que pululan diariamente en redes como Facebook o Twitter, no requiere nuevas normas ni sanciones adicionales, ni admite dilaciones o interpretaciones constitucionales. Un delito es un delito, no importa el camino, ni el canal, ni la oportunidad que se utilice para su comisión. Quien calumnia, delinque. Y lo hace a través de las redes, de un medio de comunicación masiva; casi nunca cara a cara, por falta de carácter. Luego, ya existen una tipificación penal y un camino legal para castigar la conducta, lo que busca la Corte, desde hace rato, es una manera de prevenir que el daño se produzca, una disuasión que no parece estar a su alcance.
Cuando un columnista se siente capaz de injuriar a una periodista que no le gusta, sabe de sobra que el ataque al buen nombre, a su dignidad, tendrá un eco y hará un daño que no se resarce con una rectificación, máxime cuando ésta no se hace como un acto de contrición sino de reafirmación del insulto. Pero una persona como el señor Tamayo, se siente con licencia para insultar desde mucho antes del auge las redes sociales, porque su actitud no tiene que ver con el límite legal, ni con el anonimato a que acuden muchos a través de perfiles falsos, sino con su condición ética y su valoración de los demás, aupada por un medio de comunicación que le ha servido de tribuna para injuriar a quien se le antoje.
Distinto es el caso de Ignacio Greiffenstein, quien por lo menos tuvo la entereza de renunciar a su cargo en Presidencia, como consecuencia de un insulto que propinó a través de sus cuentas de redes sociales. Una situación que se puede evitar con autorregulación y decisiones simples, aprendidas en casa, como no insultar, no hacer chistes con palabras soeces o a partir de las diferencias o la marginalización.
La Corte Constitucional ya escuchó al profesor Francisco Torlero Cervantes, pensador del Instituto de Investigaciones Jurídicas dela Unam, quien les recordó a los magistrados que si bien hay sistemas como el norteamericano con muy pocos límites para la libertad de expresión, hay otros como el francés donde caben restricciones previas y posteriores, en casos como el lenguaje del odio, la pornografía, la apología del delito o de la guerra…aunque no parezca, Colombia acoge un sistema tipo europeo, a través, por ejemplo, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Pero, insisto, la mejor manera de resolver las tensiones permanentes entre la libertad de expresión o de opinión con los derechos a la honra, la intimidad, el buen nombre o la dignidad, pasa antes que nada por la decisión personal y la apropiación de una ética que impone el respeto por el otro. La determinación de juzgar a las ideas y no a las personas y de controvertir con argumentos y no con insultos, de compartir datos veraces y no calumnias ni suposiciones, de confrontar puntos de vista y no sentenciar las diferencias. No, no son las leyes, las normas, las limitaciones, es la gente, la ética, la que marca la diferencia.
Eso es lo que me da la certeza de que Ana Cristina Restrepo siempre tendrá una tribuna de expresión para seguir ejerciendo el oficio con la pasión y el rigor que tanto asusta a los misóginos que parecen darse silvestres por estas tierras; pero también mi admiración y mi respeto.