Infortunadamente los criminales ya no le tienen miedo al derecho penal y mucho menos al sistema (acusatorio) que investiga el delito en nuestro país.
Los colombianos ya nos hemos acostumbrado a vivir en medio de tragedias, dolor e increíbles acontecimientos que nos muestran el lamentable grado de conflictividad y dificultades que padecemos. Esa terrible ola de descomposición social y de violencia que con dureza nos golpea, nos genera también grandes retos que vamos sorteando y logrando en medio de todos esos problemas y conflictos, permitiendo evidenciar la gran tenacidad y reciedumbre que caracteriza al pueblo colombiano.
Somos una nación que pese a todo no ha perdido el rumbo que nos hemos creado en el sano propósito de conquistar la meta de salir del subdesarrollo en que a lo largo de la historia –con todo las tormentas que se han afrontado- nos hemos creado y -a pesar de todo- en nuestro inconsciente colectivo existe la más absoluta creencia de que tarde o temprano alcanzaremos el verdadero camino de paz y de reconciliación por el que ya tanto hemos luchado.
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No hemos acabado de celebrar un éxito o un triunfo en una cualquiera de nuestras metas y propósitos nacionales, cuando llegan noticias adversas que quieren acabar de un tajo todo el esfuerzo y sacrificio realizados. El quehacer político y gubernamental se ha vuelto excesivamente mediático -mucha prensa, grandes despliegues noticiosos y publicitarios, pero nada concreto que pueda restablecer el orden, hacer justicia y recuperar efectivamente la confianza y la seguridad que paulatinamente se van volviendo más inalcanzables. La mayoría de los hechos delictivos y antisociales que suceden en nuestro país, son aprovechados por los gobernantes para darse inolvidables pantallazos publicitarios, anunciando serios y exhaustivos operativos e investigaciones que buscarán dar con los culpables, prometiendo asignarles drásticas y aleccionadoras sanciones, pero pasado un tiempo de los insucesos delictuales (de los hechos delincuenciales) ya no vuelven ni siquiera a mencionarse.
Cuando por alguna buena medida judicial llegan a la cárcel los presuntamente culpables de los más atroces delitos y acciones de corrupción contra la sociedad, el erario público o el derecho de un ciudadano en particular, las condenas –casi siempre- terminan siendo irrisorias y los afectados con las decisiones resultan siendo cobijados por la inmensa y absurda gama de beneficios judiciales que infortunadamente existen, haciendo que sus acciones contrarias al orden jurídico y sus fechorías queden impunes. Ello genera un efecto poco persuasivo, no sólo en el autor mismo de esas conductas, sino en los afectados directamente con estos delitos y en la sociedad misma, que ven como esas conductas no tienen castigo y no se les hace verdadera justicia frente a sus derechos trasgredidos y/o arrebatados.
Así las cosas, el derecho penal en nuestro país y, con él, la función misma de la rama judicial, no están cumpliendo con los principios fundamentales que rigen esta importante disciplina; pues el derecho y la judicatura, se han credo para que todo el que cometa una conducta criminal no estando incurso en una causal de exculpación, tenga que afrontar necesariamente la imposición de una pena (o medida de seguridad, si es inimputable) que responda a la gravedad de la falta cometida y que sea directamente proporcional y razonable con los daños causados; esto es, un castigo proporcional a los derechos lesionados y/o vulnerados con su mal comportamiento. Ello tiene unos propósitos muy importantes en nuestra sociedad, pues busca aleccionar sobre la gravedad del delito, prevenir comportamientos delincuenciales y, obviamente, castigar al infractor, permitiéndole en dicho proceso una oportunidad de arrepentimiento y reincorporación al entorno social al que pertenece.
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Pero ello en Colombia está muy lejos de ser así. Infortunadamente la gente ya no le tiene miedo al derecho penal y mucho menos al sistema (acusatorio) que investiga el delito en nuestro país. Mi padre con alguna frecuencia y frente a todos estos temas me recuerda frecuentemente una célebre frase, “hecha la ley, lista la trampa”, lo que es incuestionable, pues ante este mar de leyes y de medidas que se han creado con el noble propósito de demostrar que somos un país avanzado, progresista y desarrollado, lo único que hemos hecho es crear confusión e incertidumbre, facilitando a los enemigos de la institucionalidad y de la sociedad, para que cada vez sea más difícil hacerles frente sancionando su mal comportamiento y aleccionando a las nuevas generaciones sobre la necesidad que existe de generar un proceso de redención social en el que entendamos que “la ley es para todos” y no exclusivamente para los de ruana, como en efecto es lo que realmente está sucediendo, generándose un gran desequilibrio e injusticia social que nada bueno trae a nuestro Estado y sociedad que inermes se encuentran ante tan grave y creciente situación.