Los habitantes de los pequeños poblados en la desembocadura del Atrato no solo viven de río, viven sobre él. Estas comunidades aisladas han sido olvidadas por el Estado y carecen de los elementos básico para una vida digna como salud y educación, además no tienen garantías de seguridad alimentaria, aún así, las sonrisas brillan en sus rostros.
Hay puntos en el mapa que parecen no estar allí. Si fueran borrados, pocos se percatarían de su ausencia. Son parajes de los que poco se conoce más allá de la referencia geográfica, eso no significa que sean tierras sin historia.
En los colegios se enseña la importancia hidrográfica del río Atrato, pero no de la gente que lo habita. Si bien, en su recorrido se encuentra Quibdó, la capital del Chocó, con poco más de 100.000 habitantes, también hay pequeños poblados de decenas de familias. Lugares que no sólo están escondidos, sino también en un olvido absoluto del Estado.
Esa es la situación de las pequeñas comunidades ribereñas de la desembocadura del gran río chocoano. Son poblados ubicados sobre las marismas, al borde del río, sin acceso a agua potable, sin hospitales ni colegios y con electricidad tan sólo un par de horas al día.
Daniela Córdoba, habitante de El Roto, pequeña localidad en la desembocadura del Atrato, cuenta que siempre han estado abandonados, los políticos sólo van allí en épocas de campaña pero luego se olvidan de las promesas de educación, salud y condiciones de vida digna que hicieron. Ella dice que cuando la comunidad pide que se realicen obras la respuesta de la administración municipal es que no hay dinero para ello.
Puente y única calle de Marriaga.
Los habitantes de poblados como El Roto y Marriaga, otro caserío cercano, viven en casas de madera que se sostienen en pilotes que se hunden en el río. Las calles son puentes de madera que constantemente tienen que reparar, los travesaños crujen bajo los pies de los transeúntes.
Jhonny Batista, promotor de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), explicó que estos pueblos viven al borde del río porque no poseen terrenos en tierra firme. Él manifestó que habitantes de otras áreas del país adquirieron terrenos de los dueños originales para hacer fincas ganaderas, pero con el paso del tiempo muchos de los nativos se vieron desplazados a los bordes del río.
Rafael Cuesta, presidente del Consejo Comunitario de Unguía, señaló que debido a este fenómeno, el territorio de Consejo Comunitario que agrupa a estas comunidades cubre mayormente áreas cenagosas en la desembocadura del río Atrato y no terrenos fértiles, lo que pone en riesgo la seguridad alimentaria de los habitantes, ya que dependen de los frutos de la pesca.
Él afirmó que se le ha pedido al Gobierno adquirir predios privados para entregarlos luego al Consejo Comunitario para la realización de proyectos productivos con las comunidades, pero esta idea, nacida del seno de los habitantes del territorio, no ha llegado lejos.
Precisamente el proyecto Conexión Biocaribe de la FAO está realizando proyectos productivos con estas comunidades, algo que no ha realizado nunca el Estado, según aseveran los habitantes. El problema reside en que estas comunidades carecen de tierra para sembrar, entonces tienen que hacerlo en pequeños terrenos que son prestados por grandes propietarios con buena disposición.
Recicladora acuática de Marriaga. Cuando el río crece el sistema flota y los elementos reciclados no se mojan.
Si bien estas comunidades no han sido despojadas por grupos armados, según afirmó Cuesta, y los terrenos fueron adquiridos por los colonos de manera legal, es necesario que los habitantes originales de este territorio tengan acceso a la tierra para poder garantizar seguridad alimentaria y buenas condiciones de vida, según afirmó Batista.
Para María Isabel Ochoa, coordinaron del proyecto Conexión Biocaribe, esto es imperante también porque estas comunidades están trabajando como guardianas de los ecosistemas que habitan, por lo que es importante que moren el territorio con condiciones de vida digna, además que los grandes propietarios del Urabá no se han caracterizado por conservar los ecosistemas vulnerables en los terrenos que poseen.
Precisamente por la falta de oportunidades en tierra, los habitantes de este territorio dependen, casi completamente, de la pesca, ya sea en el Atrato o en el Golfo de Urabá.
El problema es que ya no hay la cantidad de peces que había antes, la sobre-explotación y las malas prácticas han puesto en riesgo a estas comunidades pesqueras. “Antes uno podía vivir del pescado, pero ya no”, dijo Daniel Valoyes, pescador y habitante de El Roto, quien actualmente trabaja con un proyecto productivo de apicultura de la FAO.
Ellos atribuyen este problema a la sedimentación del río, a la llegada de foráneos quienes pescan de manera masiva y al uso de técnicas de pesca inadecuadas en muchas de las comunidades en el Atrato y en el Golfo de Urabá, como las redes de agujeros pequeños y las pesca en manglares.
Sumado a esto, un estudio de la Universidad de Antioquia señaló que la presencia de microplásticos en el río está afectando a los peces, ya que estos pueden bloquear su sistema digestivo y matarlos.
Estos microplásticos también terminan afectado la salud de los humanos que consumen los peces, principalmente a los habitantes de estas comunidades.
Desde hace un par de años, la FAO, asociada con entidades públicas y privadas, viene trabajando con estas comunidades con el fin de generar proyectos de conservación de manglar y del río y además mejorar las condiciones de vida de los habitantes del territorio.
Son proyectos ecoturísticos y agroecológicos, donde los habitantes aprovechan el territorio sin dañarlo. Para la coordinadora del proyecto, el cual va hasta 2020, es importante que las comunidades se empoderen de estos procesos y no dependan del trabajo de ONGs o de entidades como la FAO.
Precisamente, los proyectos que se están realizando en estas comunidades, si bien son financiados por la FAO, nacieron de iniciativa de las comunidades, y tanto los habitantes como los promotores de la organización esperan que después de acabado el proyecto, las cadenas de producción, comercialización y los procesos de conservación sean lo suficientemente fuertes para que permanezcan.
Luz Marina Cuesta, líder de los Protectores del Medio Ambiente.
En estas comunidades hay personas que se han tomado la conservación del medio ambiente muy en serio. Tras una serie de charlas de la FAO y de la Universidad de Antioquia, sobre cómo el calentamiento global y la contaminación ambiental afecta a la humanidad y también a las comunidades, un grupo de mujeres de Marriaga decidieron conformar el grupo ecológico Protectores del Medio Ambiente.
Luz Marina Cuesta, líder de este grupo, explicó que si bien empezaron unas pocas mujeres con la labor de limpieza del río y de concientización de la comunidad, han tenido grandes logros: construyeron la recicladora acuática, un proyecto, que si bien no es rentable, mantiene la comunidad limpia y además se ha reducido el número de enfermedades en el caserío, pues ya no se arrojan desechos al río y se tienen prácticas más sanitarias.
Ellas reciclan plásticos y otros elementos y los venden en Turbo, Antioquia, “a muy bajo precio”, confesó Cuesta. También realizan compost con los desechos orgánicos, para luego venderlo. Debido a que ellos no poseen tierras firmes y fértiles, por tanto no pueden sembrar.
Cuesta dijo que es un trabajo gratificante, porque no sólo tienen una comunidad más limpia, sino que están contribuyendo a la humanidad con prácticas ecológicas y con el ejemplo de que incluso en el lugar más recóndito se puede ser amigable con el medio ambiente.
Niños nadando en el Atrato, Marriaga.
Las condiciones de vida en estos poblados no son las mejores, no tienen un puesto de salud ni un colegio, no tienen muchas de las comodidades de las grandes ciudades, aun así, si se le pregunta a los habitantes de estos territorios, ellos dicen que allí se vive bien y que son felices.
Son felices al ritmo del tambor cuando se baila el mapalé, felices cuando se comen un bocachico recién sacado del río, felices por la tranquilidad que brinda la soledad.
“Aquí uno vive bien”, comentó Córdoba y agregó que por nada del mundo ella se iría de su pueblo. “Puede que falten cosas, pero uno vive feliz”, precisó Cuesta.
El agua sube al ritmo de la marea. Los niños se zambullen como nutrias en contra de la fuerte corriente, que es capaz de arrastrar un árbol, bracean. El Atrato es un gigante dador de vida: trae la comida en su corriente, sobre sus orillas se irguen las casas de madera y en sus aguas se divierten los niños.