Hasta el 20 de enero era el plazo para que más de 200 vendedores del Mercado de las Pulgas desalojaran los bajos del viaducto del Metro, un sector que hace parte del plan de intervención integral del espacio público en el Centro de Medellín. Hoy esperan en la incertidumbre.
“Qué necesita patrón, pregunte por lo que no vea que aquí se lo conseguimos”. Y no es exagerado el rosario de invitaciones que se escuchan sin cesar mientras se recorren los 300 metros de ese hervidero que se vive en los bajos del viaducto del Metro, entre la Avenida La Playa y La Paz, un sector alborozado y convulsivo para unos, tenebroso para otros.
Es que en ese Mercado de las Pulgas, en todo el corazón del Centro de Medellín, se encuentra cualquier cosa, lo que se imagine o lo que nunca cree encontrar, desde un artículo de 200 pesos hasta un anticuado equipo de sonido, de esos con bafles gigantes, que suenan para todo el barrio, por sólo 400.000 pesos. Tornillos, palustres, radios nuevos o antiguos, pinturas, reliquias, antigüedades, manualidades, ropa nueva y usada, zapatos y tenis recuperados del color y la talla que necesite, herramientas, juguetes, todo a módicos precios.
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Y si no pregúntele a don Juan Crisóstomo Tamayo Arango, un hijo del municipio de Giraldo, Antioquia, próximo a cumplir 63 años y quien desde hace por lo menos cuatro décadas decidió renunciar al legado de su papá, que era sembrar la tierra, para venirse al rebusque en la ciudad: “Allá sembraba café, anís -una matica aromática y de buen sabor-, tomate, cebolla, zanahoria y otras hortalizas, pero ese es el trabajo más duro y el más mal pagado, no da ni para comer. Por eso lo dejé y me vine para Medellín”.
Era una “aventura”, acepta, pero como buen hijo de una familia católica y portador del nombre de San Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla y considerado uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia católica de Oriente, nunca perdió la fe. “Llegué a la ciudad con unos pesos en el bolsillo y para emplearme compré una carreta con la que me recorría los barrios vendiendo limones, bananos y todas las frutas que estuvieran en cosecha. Al regreso bajaba cargado con chatarra, y eso lo comerciaba en el antiguo Pedrero”, que para entonces vivía sus últimos días como eje comercial del sector de Guayaquil, cuenta don Juan mientras saborea un espeso jugo de chontaduro con Kola granulada, la media mañana que le provee una joven por sólo 2.000 pesos, pues ella también hace vida cada día con los vendedores y los clientes en ese mismo corredor del rebusque.
“Por esos días murió un conocido que trabajaba construcción y su familia me entregó toda la herramienta, la mitad fiada, porque según ellos yo era casi honrado. Esa herramienta la vendí el mismo día en el Centro, pagué la deuda y me quedó buena plata. Entonces cogí esa línea y cuando desapareció El Pedrero, que nos pasaron a Cundinamarca con Maturín, ahí ya instalé mi puesto, principalmente de venta de herramientas. Después nos llevaron para el Bazar de los Puentes, y de ahí nos sacaron hace unos cinco años, que es el tiempo que llevamos acá”.
“Tiene una agarradera en forma de conchita para una puerta”, pregunta un cliente interrumpiendo el relato; “yo no, pero ahí adelante la encuentra”, responde Juan, y sin dificultad recobra el hilo de la conversación. “En ese tiempo yo me caminaba los barrios y surtía el negocio, pero hace unos 20 años no salgo, primero porque perdí la movilidad del brazo izquierdo en un accidente en moto, bajando de Rionegro, y ahora por la edad, por eso lo que hago es comprarle a los recicladores que llegan de todos los rincones de la ciudad, o a quien tenga algo para vender”.
Y llega justo ese vendedor. “Patrón, le sirven estas tres brochas”, pregunta un joven urgido de unos pesos, seguramente para calmar sus desenfrenos. “Le doy tres mil”, dice Juan; listo, acepta el hombre, y cierran negocio. “Yo las vendo a dos mil cada una, ahí me gano tres mil”, celebra Juan.
Aquí se vende cualquier cosa, mire, dice mientras enseña una maraña de artículos de hierro que tiene exhibidos sobre una lona tirada en el piso, todos usados, algunos en peor estado que otros, pero según él, aún muy útiles.
“Aquí no se consigue plata, pero de hambre no nos morimos”, dice sin tapujos al hacer la cuenta de los ingresos que necesita diariamente: “Yo vivo solo, aquí en el Centro, son 15.000 de pieza para dormir, 16.000 de las carretas para traer, llevar y guardar la mercancía, 20.000 de comida, 20.000 del trabajador y 30.000 que como mínimo debo mantener en el bolsillo, porque no se puede estar pelao, en el negocio habla el que tenga con qué. Qué tal que llegue aquí un reciclador a ofrecerme buenas cosas y yo no tenga con que comprarle. Así si no, porque entonces quedo fuera de concurso”.
¿Son 101.000 diarios? “Sí, cada día necesito cien mil mil”, en sus palabras. “Claro que los 30.000 digamos que los cargo diario, es un plante, que gasto y repongo en el día”. Es decir, lo que necesita son 71.000.
¿Y dónde está el trabajador? Él viene por ratos, él sabe a qué hora lo necesito, porque por mi inhabilidad en la mano no puedo hacer muchas cosas. Él viene de madrugada, porque aquí comenzamos a las 6 de la mañana, me pide cinco mil de adelanto para ir a calmar sus afanes. Yo lo entiendo. Él me necesita a mí y yo a él. Después en la tarde le pago el resto”.
Suficiente para sobrevivir los quince días que está en Medellín, porque los otros quince días de cada mes Juan los trabaja en su pueblo, allá en el Occidente antioqueño, adonde lleva todo lo que consigue relacionado con bicicletas de segunda y repuestos, las maquilla y allá las vende.
“Amigo, ¿tiene un amarrador de hierro?, pregunta otro cliente. Sí, por ahí hay dos, pero hay que buscarlos. Si me da tiempo, los encontramos”, responde Juan sin asomo de afán, tal vez porque su experiencia le ha enseñado que detrás de un cliente llega el otro, porque ahora las ciclas en Giraldo son su mejor alternativa, un negocio que maneja con primos y otros familiares que le quedan allá, o porque sabe que los días y las horas en esa aglomeración del Centro están en conteo regresivo: “Es que esta zona la van a intervenir, nos van a sacar, como pasó en Cundinamarca o en el Bazar de los Puentes. Nos dieron plazo hasta el 20 de enero, pero no sabemos qué va a pasar esta vez con nosotros”.
Se refiere Juan a los más de 200 comerciantes instalados allí, entre ellos el centenar de vendedores que fueron desalojados del Bazar de los Puentes, donde las autoridades actuaron contra maniobras ilegales y la olla de vicio que el microtráfico había instalado allí, todo eso camuflado en el ajetreado comercio de los que trabajaban en el rebusque.
“Desafortunadamente aquí se nos mezcla de todo. Nosotros venimos a trabajar, porque aquí hacemos vida, pero después de las 5 de la tarde hay muchos robos, aparecen las drogas y eso hace que la zona se vuelva un perjuicio para la ciudad y que las autoridades nos traten como si nosotros tuviéramos la culpa. Vamos a ver qué pasa, para dónde nos mandan, lo único cierto es que quienes estamos aquí tenemos que seguir trabajando, porque si no de qué vamos a vivir”. Y es verdad, porque Juan es uno de los muchos colombianos que jamás tuvo seguridad social, nunca cotizó, por lo que nunca podrá acceder a una pensión.
Una realidad paralela a la que viven la mayoría de ellos, como la señora Leydi María Guerra Ospina, a quien las situaciones de vida la llevaron al reciclaje como única alternativa de empleo cuando apenas cumplía la mayoría de edad. “Ya son 30 años en este oficio, antes estaba en el Bazar de los Puentes, en la plataforma A - local 137, pero nos tuvimos que venir para acá obligados por la situación”.
Dos días a la semana doña Leydi se levanta antes de las 4 de la mañana. Baja desde Santo Domingo-La Esperanza hasta El Poblado y luego hacia Laureles, donde cumple su tarea. En ese recorrido recicla para una empresa y “algunas familias que ya me distinguen me dan artículos y cosas en muy buen estado que ellos ya no usan”, con los que surte su puesto en el Centro.
Ella debe hacerse 40.000 pesos diarios para cubrir sus necesidades básicas, porque no paga trabajador, ni pieza y tampoco precisa de un plante. Eso sí, tanto Juan como Leydi María se sienten orgullosos de su trabajo, él porque nunca ha sido una carga para nadie y le ha servido a mucha gente que necesita lo que él vende, y ella porque con ese esfuerzo levantó sola sus seis hijos, “por quienes seguiré luchando hasta ninguno de ellos me necesite”. Suficientes razones para seguir en la batalla diaria del rebusque.